Vol. 2, núm. 20, diciembre 2021

ISSN (impreso): 2305-2589 ISSN (en línea): 2676-0827

Sitio web: https://saberyjusticia.enj.org

Recibido: 30 de julio de 2021 • Aprobado: 21 de octubre de 2021

UNA RADIOGRAFÍA CONSTITUCIONAL DE LOS DERECHOS SOCIALES

A constitutional radiography of social rights

Roberto Medina Reyes

Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM)
República Dominicana
roberto3medina@gmail.com
https://orcid.org/0000-0003-4790-2290

Cómo citar: Medina Reyes, R. (2021). Una radiografía constitucional de los derechos sociales.
Revista Saber y Justicia, 2(20), 5-34. https://saberyjusticia.enj.org

Resumen

La constitucionalización del contenido originario de socialización, que es inherente a la cláusula del Estado social y democrático de derecho, supone reconocer un conjunto de condiciones existenciales mínimas que constituyen precondiciones necesarias para establecer y conservar una democracia constitucional. Estas condiciones forman parte del «contenido esencial» de los derechos sociales, los cuales están ubicados al mismo nivel normativo que las libertades fundamentales y que los derechos políticos dentro de esta fórmula constitucional. En este trabajo procuramos demostrar que los derechos sociales son auténticos derechos fundamentales que están garantizados en los tratados, pactos y convenciones internacionales, así como en las normas iusfundamentales que conforman el texto constitucional. Los derechos sociales poseen una estructura común a los «clásicos» derechos civiles y políticos, pues ambas categorías imponen obligaciones positivas y negativas que reconocen una posición jurídica en favor de las personas.

Palabras claves: Derechos sociales, económicos y culturales; Estado social y democrático de derecho; mínimo social; principio de progresividad.

Abstract

The constitutionalizing of the original content of socialization that is inherent in the clause of the social and democratic state of law supposes to recognize a set of minimum existential conditions that constitute necessary preconditions to establish and preserve a constitutional democracy. These conditions are part of the “essential content” of social rights, which are located at the same normative level as fundamental freedoms and political rights. In this article we try to demonstrate that social rights are authentic fundamental rights that are guaranteed in international treaties, as well as in the constitutional text. Social rights have a structure common to the “classic” freedoms and political rights because both categories impose positive and negative obligations that recognize a legal position in favor of people.

Keywords: Social, economic and cultural rights; social and democratic state of law; social minimum; principle of progressivity.

INTRODUCCIÓN

El Estado social y democrático de derecho surge tras finalizar el período de entreguerras y con la derrota de las dictadur as fascistas, como una organización político-jurídica compuesta por un conjunto de referentes económicos, jurídicos, sociales y políticos provenientes del proceso de democratización, socialización y normativización del derecho. En efecto, este modelo comprende los pensamientos ideológicos de las tres fases o etapas históricas de la evolución del constitucionalismo, las cuales tienen como finalidad limitar el poder político y distribuirlo entre los ciudadanos. Es decir que, detrás del objetivo central de esta fórmula constitucional reposan los derechos de las personas.


En otras palabras, la cláusula del Estado social y democrático de derecho es una construcción histórica de las distintas vertientes que componen el modelo de democracia constitucional, las cuales procuran, por un lado, la organización del poder mediante una mayor participación política por parte de los distintos sectores de la sociedad y, por otro lado, la constitucionalización de un conjunto de derechos ‒de libertad, políticos y sociales‒ que fundamentan la existencia de los órganos administrativos. Es por esta razón que la función esencial de un Estado social y democrático de derecho consiste en la protección efectiva de los derechos de las personas, el respeto de su dignidad y la obtención de los medios que le permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva, en un marco de libertad individual y de justicia social (Medina Reyes, 2019).


Es justamente el principio de justicia social, en el cual se fundamenta la cláusula del Estado social y democrático de derecho, el que ubica al mismo nivel normativo a las libertades fundamentales, los derechos políticos y los derechos sociales, pues es a partir de su concepción que se asume la protección de un mínimo social como una precondición lógica y empíricamente necesaria para el ejercicio de los derechos civiles y políticos.


En efecto, el carácter «social» en el Estado social y democrático de derecho lleva implícito el reconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales como precondiciones para el ejercicio de las libertades fundamentales y, en consecuencia, de la democracia. Es por esta razón que estos derechos se articulan, dentro de esta fórmula constitucional, como criterios de legitimación de las decisiones adoptadas por la autoridad política, siendo un elemento imprescindible para alcanzar los valores superiores que sustentan el ordenamiento jurídico.


En muchos países, incluyendo a la República Dominicana, la socialización del ordenamiento constitucional a través de la protección de un mínimo de procura existencial orientado a garantizar una vida digna y el desarrollo de las personas en un marco de justicia social es todavía un tema pendiente. Y es que, a pesar de ser establecidos en varios documentos jurídicos internacionales y, además, en la propia Constitución, los derechos sociales continúan siendo tratados como meras directrices o normas programáticas que fijan un objetivo que ha de ser procurado por el legislador, porque favorece o asegura una situación económica, política o social que se considera deseable.


Esta concepción de los derechos sociales, como meras declaraciones de buenas intenciones que no generan ningún tipo de obligación para el Estado y tampoco prerrogativas a favor de las personas, parte de una idea totalmente sesgada sobre la estructura metafísica de los derechos sociales y el rol y funcionamiento del aparato estatal en un Estado social y democrático de derecho. Más aún, las críticas que sostienen los derechos sociales como derechos estructuralmente diferentes a los «clásicos» derechos civiles y políticos se sustentan en argumentos políticos, morales e ideológicos que confunden de manera inadvertida los planos conceptual y normativo en torno a los derechos sociales.


Siendo esto así, en este trabajo procuramos demostrar que los derechos sociales son auténticos derechos fundamentales que están garantizados en los tratados, pactos y convenciones internacionales, así como en las normas iusfundamentales que conforman el texto constitucional. Los derechos sociales poseen una estructura común a los «clásicos» derechos civiles y políticos, pues ambas categorías imponen obligaciones positivas y negativas que reconocen una posición jurídica en favor de las personas.


En efecto, las personas tienen el derecho a exigir al Estado o a los particulares ‒en caso de delegación‒ el acceso a mínimos sociales que son indispensables para vivir una «vida decente» y gozar de los demás derechos de carácter liberal y democrático. Es por esta razón que en un Estado social y democrático de derecho no se justifica un trato distinto entre estas categorías de derechos, pues su interdependencia obliga a su plena exigibilidad ante las autoridades competentes. Veamos.

LA NATURALEZA JURÍDICA DE LOS DERECHOS SOCIALES

La constitucionalización del contenido originario de socialización que es inherente a la cláusula del Estado social y democrático de Derecho supone reconocer un conjunto de condiciones existenciales mínimas que constituyen precondiciones necesarias para establecer y conservar una democracia constitucional. Estas condiciones forman parte del «contenido esencial» de los derechos sociales, los cuales están ubicados al mismo nivel normativo que las libertades fundamentales y que los derechos políticos dentro de esta fórmula constitucional. En palabras de Rawls (1993), un mínimo social que cubra las necesidades básicas de todos los ciudadanos es un elemento constitucional esencial para garantizar el principio de las libertades, el cual es uno de los principios fundamentales de la justicia.


Del planteamiento de Rawls se infiere que las libertades políticas básicas se encuentran precedidas por un principio superior de interés social ‒el «principio del mínimo social»‒, según el cual las necesidades socioeconómicas deben ser satisfechas para asegurar que las personas puedan gozar de sus derechos de carácter liberal y democrático.


Y es que, como bien señala Bovero (2000), “sin una distribución equitativa de los recursos esenciales, es decir, sin satisfacer los derechos sociales, las libertades quedan vacías, los derechos fundamentales de libertad se transforman de hecho en un privilegio de unos cuantos” (p. 40). Por tanto, es posible afirmar que el ejercicio de los derechos de libertad y de los derechos políticos depende en gran medida de la protección constitucional de los derechos sociales, por lo que estos poseen el mismo valor jurídico en un Estado social y democrático de Derecho.


En efecto, el carácter social en el Estado lleva implícito el reconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales como precondiciones para el ejercicio de las libertades fundamentales y, en consecuencia, de la democracia. Es por esta razón que estos derechos se articulan dentro de la cláusula del Estado social y democrático de Derecho como criterios de legitimación de las decisiones adoptadas por la autoridad política, siendo un elemento imprescindible para alcanzar los valores superiores que sustentan el ordenamiento jurídico. Así lo explica Morales (2015) al señalar que “la asamblea democrática tiene autoridad si adopta decisiones políticas justas y las decisiones políticas son justas si respetan los derechos sociales” (p. 37).


De ahí que un Estado es realmente un Estado «social» y democrático de derecho si adopta decisiones «justas» basadas en la protección de ciertos contenidos sociales que son indispensables para garantizar el desarrollo de las personas en un marco de libertad individual y de justicia social, entendida la justicia como la distribución equitativa e imparcial de los beneficios y las cargas de la comunidad social.


Para esto es necesario, como bien señala Bilchitz (2008), que los derechos sociales, al igual que los derechos civiles y políticos, sean impuestos a la sociedad y retirados de la discusión política ordinaria, pues, de lo contrario, es muy probable que la toma de decisión mayoritaria “falle sustancialmente en tratar la vida de todos los individuos en una sociedad como seres igualmente importantes” (p. 102).


En definitiva, el reconocimiento de la cláusula del Estado social y democrático de derecho trae aparejado la incorporación, en el ordenamiento constitucional, de un conjunto de condiciones existenciales mínimas como premisas a priori para garantizar las libertades fundamentales y, además, asegurar la separación y limitación de los poderes públicos. Estas condiciones forman parte del contenido esencial de los derechos sociales, los cuales están ubicados al mismo nivel normativo que las libertades civiles y políticas.


Ahora bien, más allá de su ubicación constitucional en la cláusula del Estado social y democrático de derecho, el reconocimiento de los derechos sociales ha generado ciertas objeciones o «mitos» con respecto a su estructura normativa como consecuencia de su supuesta naturaleza imperfecta (Medina Reyes, 2020b). Estas objeciones surgen durante el turbulento período de la República de Weimar y estuvieron amparadas en una jurisprudencia que, como bien explica Pizarro Nevado (2007), convirtió a los derechos sociales en “normas absolutamente programáticas, carentes de menor significación jurídica, abandonadas a la voluntad del legislador y a criterios políticos de oportunidad” (p. 271).


Estas objeciones, realizadas en gran medida por los defensores del constitucionalismo político, determinaron la estructura normativa de los derechos sociales en la mayoría de las constituciones europeas. En la Constitución española de 1978, por ejemplo, aunque se reconoció que España es un Estado social y democrático de derecho (artículo 1) y, por consiguiente, un Estado responsable de promover las condiciones para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas (artículo 9.2), el constituyente realizó una clara distinción entre los derechos civiles y políticos y los derechos sociales.


Mientras que los derechos civiles y políticos fueron reconocidos como auténticos derechos fundamentales (artículo 53.1), los derechos sociales se configuraron como principios rectores de la política social y económica o, en los términos de Feinberg (1980), como derechos en sentido “meramente declarativo, sujetos, para alcanzar efectividad, a la voluntad del órgano legislativo” (p. 153).


Tal y como explicaremos a continuación, las principales críticas a la fundamentalidad de los derechos sociales parte de la idea de la objeción tradicional de los costes. Según esta objeción, la realización de estos derechos involucra costes que limitan la satisfacción de las exigencias sociales a la disponibilidad de los recursos, lo que impide que sean considerados como auténticos derechos fundamentales. Esta objeción, sin duda alguna, deja a un lado el estatus conceptual de los derechos sociales y desconoce que todos los derechos jurídicos son necesariamente derechos positivos que conllevan costes y requieren de la intervención positiva del Estado (Medina Reyes, 2020b).


Otra de las objeciones que se plantean en torno al reconocimiento de los derechos sociales y que supuestamente justifica la distinción entre derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y culturales, es que estos son supuestamente derechos generacionalmente posteriores a los «clásicos» derechos civiles y políticos y, por consiguiente, se encuentran axiológicamente subordinados a estos. Además, es habitual que los partidarios del constitucionalismo político justifiquen una estructura diferenciada en base a la obligación jurídica que imponen los derechos sociales. Para estos doctrinarios, “los derechos sociales imponen deberes positivos, difíciles o imposibles de determinar, sin indicación precisa del sujeto obligado, e insaciables” (Morales, 2015, p. 35).


Cada una de estas objeciones, tal y como demostraremos en este capítulo, parten de argumentos políticos, morales e ideológicos que desconocen las implicaciones del contenido social que es inherente a un Estado social y democrático de Derecho y que justifica, a nuestro juicio, un trato normativo similar para todos los derechos provenientes del proceso de democratización, socialización y normativización del Derecho. Es por esta razón que, antes de abordar las críticas a la percepción fundamentalista de los derechos sociales, nos adentraremos a analizar sus rasgos centrales, con el objetivo de demostrar que estos son conceptualmente derechos fundamentales como los «clásicos» derechos civiles y políticos. Una vez vista la estructura conceptual de los derechos sociales, procederemos a examinar su plano institucional, así como las garantías, tanto sustantivas como procesales, que permiten su justiciabilidad y exigibilidad.

LOS DERECHOS SOCIALES: ¿PRINICIPIOS RECTORES O DERECHOS FUNDAMENTALES?

Para esclarecer el concepto de los derechos sociales y distinguir los diferentes mecanismos constitucionales de protección es imprescindible examinar el concepto, la naturaleza y la estructura de los derechos fundamentales.


Es importante aclarar que cada derecho fundamental expresa en términos objetivos un principio normativo de máxima jerarquía. Esto se debe a que los derechos fundamentales no solo son derechos subjetivos, sino que además representan unidades institucionales dentro del ordenamiento jurídico. Es decir que los derechos fundamentales se rigen como instituciones constitucionales compuestas por un conjunto de normas iusfundamentales que fijan los límites formales y materiales de los poderes públicos y de los particulares y que se encuentran estructuradas bajo reglas y principios.


Esta compleja estructuración de los derechos fundamentales es perfectamente explicable a través de un enfoque pragmático del concepto. En efecto, desde la perspectiva teórica de las decisiones jurídicas, a lo que Robles Morchón (2006) denomina el análisis pragmático del derecho, es posible afirmar que los derechos fundamentales poseen una doble dimensión: por un lado, en su dimensión subjetiva, son derechos públicos subjetivos de rango constitucional; y, por otro lado, en cuanto a su dimensión objetiva, se tratan de un conjunto de valores que se concretan en principios cuyo contenido se irradia en todo el ordenamiento jurídico.


Alexy explica esta doble dimensión de los derechos fundamentales, al analizar la dignidad humana. Para este autor, el derecho a la dignidad humana consagrado en el artículo 1 de la Ley Fundamental está estructurado como una regla y como un principio. A saber:


El carácter de regla de la norma de la dignidad de la persona se muestra en el hecho de que en los casos en los que esta norma es relevante no se pregunta si precede o no a otras normas sino tan sólo si es violada o no. Sin embargo, en vista de la vaguedad de la norma de la dignidad de la persona, existe un amplio espectro de respuesta posibles a esta pregunta. (…) Por lo tanto, hay que partir de dos normas de la dignidad de la persona, es decir, una regla de la dignidad de la persona y un principio de la dignidad de la persona. La relación de preferencia del principio de la dignidad de la persona con respecto a principios opuestos decide sobre el contenido de la regla a la dignidad de la persona (Alexy, 2001, p. 108).


Lo mismo ocurre en la Constitución dominicana, pues al disponer que el Estado se fundamenta “en el respeto a la dignidad de la persona y se organiza para la protección real y efectiva de los derechos fundamentales que le son inherentes” (artículo 38), se configuran los derechos fundamentales no solo como derechos subjetivos que imponen reglas precisas en beneficio de su titular, sino además como elementos estructurales de un orden de libertad individual y de justicia social (artículo 8).


En palabras del Tribunal Constitucional español:


los derechos fundamentales son los componentes estructurales básicos, tanto del conjunto del orden jurídico objetivo como de cada una de las ramas que lo integran, en razón de que son la expresión jurídica de un sistema de valores, que, por decisión del constituyente, ha de informar el conjunto de la organización jurídica y política (STC 53/1985).


En ese orden de ideas, dicho tribunal continúa señalando que los derechos fundamentales pueden conceptualizarse como:


elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional, en cuanto esta se configura como marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en el Estado de Derecho y, más tarde, en el Estado social de Derecho o el Estado social y democrático de Derecho, según la fórmula de nuestra Constitución (STC 25/1981).


En términos similares se expresa el Tribunal Constitucional dominicano, al reconocer que los derechos fundamentales están compuestos por un conjunto de principios que constituyen elementos estructurales del orden constitucional (TC/0058/13). Estos principios tienen un carácter primario sobre todo el ordenamiento jurídico, de modo que las normas infraconstitucionales deben ceñirse estrictamente a su observancia (TC/0150/13).


Es la dimensión objetiva de los derechos fundamentales, la cual encuentra su desarrollo a partir del caso Lüth del Tribunal Constitucional Federal alemán, que justifica la concepción de los derechos fundamentales como un “orden objetivo de valores que se impone como escogencia fundamental a todas las esferas del derecho”, de modo que cada derecho fundamental implica una garantía objetiva que fundamenta el orden jurídico y la paz social. Por ejemplo, los derechos de carácter liberal se encuentran basados en el principio de la libertad general de la acción humana; los derechos políticos, en cambio, en el principio democrático; y, los derechos sociales gravitan en torno a la dignidad humana y al principio de igualdad material.


En vista de lo anterior, podemos afirmar que los derechos fundamentales se encuentran estructurados por normas iusfundamentales compuestas por reglas y principios, de modo que estos no pueden ser concebidos solo como reglas o solo como principios. De hecho, es importante señalar que la aplicación de una regla dentro de un derecho fundamental está condicionada a la previa preferencia del principio con respecto a los demás principios opuestos. Es por esta razón que Alexy (2001) señala, a nuestro entender, que los derechos fundamentales deben ser interpretados como principios jurídicos.


Ahora bien, es oportuno resaltar que los derechos fundamentales son también auténticos derechos subjetivos con un “alto grado de importancia que no pueden ser dejados en manos de las simples mayorías” (Alexy, 2001, p. 395). Así, estos derechos limitan la competencia de los órganos legislativos, pues sustraen de la deliberación democrática determinadas decisiones en torno a su contenido esencial. Así lo explica Salazar Ugarte (2006), al señalar que “los derechos fundamentales se presentan como límites de contenido a las decisiones que los ciudadanos, directamente o a través de sus representantes, pueden adoptar” (p. 185), pues reducen sustancialmente el espacio de decisión política.


En términos similares se expresa el Tribunal Constitucional español, al disponer que “el legislador no puede afectar el contenido del derecho que resulta imprescindible para la dignidad humana, ‒por lo que‒ las limitaciones introducidas solo serán constitucionalmente válidas si respetan su contenido esencial” (STC 196/2016). De ahí que una de las características esenciales de los derechos fundamentales como derechos subjetivos es la intangibilidad de su sustancia; es decir, la imposibilidad de que el legislador pueda disponer y restringir de su contenido esencial.


De lo anterior se desprende que, en su dimensión subjetiva, “los derechos fundamentales son derechos de aplicación directa e inmediata que son susceptibles de ser puestos en obra por un juez, sin la necesidad de intervención previa del legislador” (Autexier, 1997, p. 197). Es decir que su fundamentalidad se deriva, en definitiva, de su reconocimiento en una norma de rango fundamental que les otorga una posición constitucional que escapa del campo de la entera y libre decisión del legislador. En otras palabras, los derechos subjetivos son fundamentales, en la medida en que “son reconocidos en el ordenamiento jurídico positivo y están protegidos por la coraza constitucional frente a los poderes constituidos” (Jorge Prats, 2012, p. 47). Siendo esto así, es posible afirmar que la fundamentalidad de los derechos se encuentra condicionada a la observancia de un conjunto de requisitos que se derivan de su doble dimensión. Estos requisitos, a juicio de la Corte Constitucional de Colombia, son: (a) su conexión directa con los principios constitucionales; (b) su eficacia directa e inmediata frente a los poderes constituidos; y, (c) la intangibilidad de su contenido esencial (T-406/92).


Tanto la dimensión subjetiva como la dimensión objetiva de los derechos fundamentales imponen obligaciones al Estado que otorgan a las personas una determinada posición jurídica. En palabras de Medina Guerrero (1997), “en su dimensión objetiva, los derechos imponen al legislador el mandato de garantizar su vigencia, -sin embargo-, en cuanto derechos subjetivos, prohíben al legislador autorizar injerencia alguna en el ámbito por ellos acotado” (p. 8).


Lo anterior es explicado por el Tribunal Constitucional español, al precisar lo siguiente:


(…) de la obligación del sometimiento de todos los poderes a la Constitución no solamente se deduce la obligación negativa del Estado de no lesionar la esfera individual o institucional protegida por los derechos fundamentales, ‒ dimensión subjetiva‒, sino también la obligación positiva de contribuir a la efectividad de tales derechos, aun cuando no exista una pretensión subjetiva por parte del ciudadano, ‒dimensión objetiva‒. Ello obliga especialmente al legislador, quien recibe de los derechos fundamentales, «los impulsos y líneas directivas», obligación que adquiere especial relevancia allí donde un derecho o valor fundamental quedaría vació de no establecerse los supuestos para su defensa (STC 53/1985).


Así las cosas, es evidente que los derechos fundamentales responden a una estructura básica que está compuesta por “una norma jurídica iusfundamental, la cual se presenta en forma de reglas y principios; una obligación jurídica, que puede ser de respeto, protección, garantía y promoción; y, una posición jurídica, que reconoce a favor de las personas un derecho a algo, una libertad o una competencia” (Arango, 2012, p. 31).


En síntesis, los derechos fundamentales deben ser entendidos en un Estado social y democrático de derecho como un todo; es decir, como instituciones compuestas por distintas normas iusfundamentales que generan obligaciones para el Estado y prerrogativas para las personas. Estas prerrogativas son:


(a) la libertad jurídica para realizar las acciones que caen dentro del derecho fundamental tutelado; (b) el derecho a acciones estatales negativas para proteger la libertad jurídica; y, (c) el derecho a acciones estatales positivas que permitan el acceso a la libertad jurídica de forma igualitaria, equitativa y progresiva (Alexy, 2001, p. 241).


Para lograr esta última, el Estado está obligado a garantizar determinadas condiciones sociales que son imprescindibles para asegurar el desarrollo de las personas en un marco de libertad individual y de justicia social.


Los derechos sociales constituyen auténticos derechos fundamentales que poseen una estructura similar a los «clásicos» derechos civiles y políticos. Decimos esto pues los derechos sociales están recogidos en normas constitucionales o en tratados internacionales que imponen obligaciones concretas al Estado y que reconocen el derecho de las personas a acceder a unos mínimos sociales que buscan la protección de la dignidad humana. Así se desprende del artículo 22 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (en lo adelante “DUDH”), al establecer que todas las personas, en tanto miembros de la sociedad, tienen derecho a la seguridad social y a obtener “la satisfacción de los derechos ‒sociales‒ indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad”. Por su parte, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (en lo adelante “PIDESC”) proclama en su preámbulo que “el ideal del ser humano libre, liberado del temor y de la miseria”, no puede realizarse a menos que se creen las “condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos económicos, sociales y culturales, tanto como de sus derechos civiles y políticos”.


La Constitución dominicana reconoce expresamente los derechos sociales como auténticos derechos fundamentales. En efecto, a juicio del constituyente, son derechos fundamentales: los derechos del consumidor (artículo 52); la seguridad alimentaria (artículo 54); los derechos de la familia (artículo 55); la protección de las personas menores de edad, de la tercera edad y con discapacidad (artículos 56, 57 y 58); el derecho a la vivienda (artículo 59); el derecho a la seguridad social (artículo 60); el derecho a la salud (artículo 61); el derecho al trabajo (artículo 62); y, el derecho a la educación (artículo 63). De igual forma, se reconocen en la Sección III y IV de la Constitución el derecho a la cultura (artículo 64); el derecho al deporte (artículo 65); los derechos colectivos y difusos (artículo 66); y, la protección del medio ambiente y los recursos naturales (artículo 67).


Para el Tribunal Constitucional dominicano, los derechos sociales gozan de una protección reforzada en el ordenamiento jurídico dominicano. Y es que, el ejercicio por parte de las autoridades estatales de facultades excepcionales que, por razones de orden público, supongan la modificación de las condiciones preestablecidas jurídicamente para el acceso de estos derechos, no debe “restringir, limitar o dificultar gravemente ni el acceso, ni el disfrute de la titularidad o ejercicio de los llamados derechos de segunda generación (derechos económicos, sociales y culturales)” (TC/0093/12). De ahí que cualquier injerencia en estos derechos debe estar fuertemente justificada y, además, debe observar su contenido esencial.


LOS DERECHOS SOCIALES COMO DERECHOS EXIGIBLES


Tal y como señalamos anteriormente, los derechos fundamentales son instituciones constitucionales que se encuentran estructuradas por reglas y principios. Estos derechos, desde una perspectiva estrictamente formal, adquieren su fundamentalidad por su reconocimiento en una norma que, como la Constitución, es de rango fundamental, pues ocupa la más alta jerarquía en el sistema de fuentes del Derecho (artículo 6) y, por consiguiente, les otorga una posición que los hace resistentes de la acción legislativa.


Ahora bien, es importante señalar que los derechos fundamentales no se limitan a los enunciados normativos consagrados constitucionalmente, sino que además se derivan de los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, suscritos y ratificados por la República Dominicana. Decimos esto pues, al reconocer que:


la República Dominicana es un Estado miembro de la comunidad internacional, abierto a la cooperación y apegado a las normas de derechos internacional (artículo 26), el constituyente reconoce una cláusula de integración y apertura constitucional a los tratados internacionales. Es decir, que éste reconoce el principio internacionalista o “principio de la apertura internacional (Jorge Prats, 2013, p. 706).


La apertura internacional supone: (a) en primer lugar, la apertura de la Constitución, la cual deja de pretender proveer un esquema regulatorio exclusivo, final y totalizante fundamentado en un poder estatal soberano y pasa a aceptar el encuadramiento ordenador de la comunidad internacional; (b) en segundo lugar, la aceptación del Derecho Internacional como “Derecho del propio país”, es decir, como “law of the land”, de modo que el Estado asume la obligación de observar y cumplir los valores, principios y reglas internacionales; (c) en tercer lugar, la existencia de una “base antropológica amigo del ser humano”, pues la Constitución se nutre del núcleo básico de los derechos humanos reconocidos en los tratados internacionales; y, (d) en cuarto lugar, la responsabilidad del Estado como parte activa en la solución de los problemas internacionales, a través de las organizaciones internacionales (Jorge Prats, 2013, p. 706).


De lo anterior se infiere que el principio de la apertura internacional produce el reconocimiento de la «jerarquía supralegal e infraconstitucional» de los tratados. Es decir que, en virtud del artículo 26 de la Constitución, los tratados internacionales tienen una jerarquía superior a las leyes, de modo que el Estado no puede ampararse en sus disposiciones internas para restringir el alcance de las obligaciones internacionales. En el caso de los tratados relativos a derechos humanos, éstos forman parte del bloque de constitucionalidad, pues “tienen jerarquía constitucional y son de aplicación directa e inmediata por los tribunales y demás órganos del Estado” (artículo 74.3).


Siendo esto así, es oportuno señalar que los derechos sociales se encuentran consagrados en la DUDH. En efecto, según su artículo 22, “toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables a su dignidad y el libre desarrollo de su personalidad”. En adición, dicho instrumento especifica que toda persona tiene derecho, entre otros, al trabajo (artículo 23), a un nivel de vida adecuado (artículo 25), a la asistencia médica, a una vivienda digna, a la educación (artículo 26) y a la participación en la vida cultural (artículo 27).


Estos derechos también han sido consagrados en el PIDESC, el cual reconoce los derechos sociales como “derechos humanos fundamentales”. Según el artículo 2.1 de este Pacto, “cada uno de los Estados parte se compromete a adoptar medidas, tanto por separado como mediante la asistencia y la cooperación internacional, especialmente económicas y técnicas, hasta el máximo de los recursos de que disponga, para lograr progresivamente, por todos los medios apropiados, inclusive en particular la adopción de medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos ‒sociales‒”.


Tanto la DUDH como el PIDESC consagran los derechos sociales como derechos subjetivos que imponen obligaciones positivas y negativas al Estado en favor de las personas y que son plenamente exigibles ante las autoridades competentes. Es por esta razón que los órganos internacionales creados por estos instrumentos han reconocido la interdependencia, interrelación e indivisibilidad de todos los derechos humanos, sin distinción de categorías ni importancia entre derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales.


Esta interdependencia existente entre los derechos civiles y políticos y los derechos sociales ha sido reconocida por el Tribunal de Estrasburgo. En efecto, en el caso Airey vs. Irlanda, el tribunal consideró que no existe división estanca entre la esfera de los derechos sociales y la de los derechos civiles y políticos garantizados por el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Esto en el entendido de que algunos derechos reconocidos en este Convenio poseen “prolongaciones de orden económico y social”, de modo que forman parte de su contenido esencial, en virtud de la técnica de los derechos por conexión, el contenido de algunos derechos sociales como son, por ejemplo, el derecho a la salud o la protección de los minusválidos o de los menores (Caso Airey vs. Irlanda, Sentencia del 9 de octubre de 1979).


Por su parte, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reconocido la interdependencia de los derechos humanos, la ausencia de jerarquía entre ambas categorías de derechos y su plena exigibilidad ante las autoridades competentes. En sus propias palabras:


la Corte considera pertinente recordar la interdependencia existente entre los derechos civiles y políticos y los económicos, sociales y culturales, ya que deben ser entendidos integralmente como derechos humanos, sin jerarquía entre sí y exigibles en todos los casos ante aquellas autoridades que resulten competentes para ello (Caso Acevedo Buendía y otros vs. Perú, Sentencia del 1 de julio de 2009).


Dicha Corte continúa señalando que el artículo 26 de la Convención Americana de los Derechos Humanos “se ubica también en la Parte I [de la Convención], titulado «Deberes de los Estados y Derechos Protegidos» y, por ende, el Estado está sujeto a las obligaciones generales contenidas en los artículos 1.1 y 2 señalados en el capítulo I (titulado «Enumeraciones de Deberes»), así como lo están los artículos 3 al 25 señalados en el capítulo II (titulado «Derechos Civiles y Políticos»)” (Caso Laguna del Campo vs. Perú, Sentencia del 21 de noviembre de 2018). En base a este razonamiento, la Corte reafirmó su competencia para considerar alegadas afectaciones al artículo 26, el cual consagra derechos subjetivos autónomos.


En definitiva, el principio de interdependencia de los derechos fundamentales ‒ que se sustenta en el valor universal de la dignidad humana‒ hace improductiva la histórica y arbitraria distinción de los derechos sociales respecto a los derechos civiles y políticos, pues la unidad esencial de ambas categorías es lo que permite garantizar el pleno respeto de cada uno de estos derechos. Y es que, tal y como se proclamó en la Conferencia de los Derechos Humanos (1968), la realización de los derechos civiles y políticos resulta imposible sin el goce de los derechos económicos, sociales y culturales (ONU, 1968).


En vista del reconocimiento de los derechos sociales como derechos subjetivos, tanto en la Constitución dominicana como en los tratados, pactos y convenios internacionales, no hay dudas de que éstos constituyen auténticos derechos fundamentales que imponen determinadas obligaciones al Estado en beneficio de las personas.


Ahora bien, a fin de demostrar que los derechos sociales poseen una estructura común con los «clásicos» derechos civiles y políticos, a seguidas analizaremos su obligación jurídica. Y es que, en palabras de Arango, “no existe un derecho subjetivo sin una obligación jurídica correlativa que obligue a otro («obligado») a hacer o dejar de hacer algo (objeto del derecho)” (Arango, 2012, p. 12); es decir, es necesario que exista “una relación deóntica (…) de acuerdo con la cual el individuo está en la situación de poder exigir algo de otro” (Arango, 2012, p. 20).


Es justamente en el concepto de la obligación del derecho fundamental que se realiza la principal objeción dirigida contra la posibilidad conceptual de los derechos sociales como derechos fundamentales. Y es que, los derechos civiles y políticos se presentan constantemente como derechos negativos, no onerosos y de fácil protección, que sólo generan obligaciones estatales de abstención. En cambio, los derechos sociales aparecen como “derechos positivos, costosos y condicionados a su realización a la ineluctable reserva de lo económicamente posible o razonable” (Pisarello, 2007, p. 59). Esta crítica, como demostraremos más adelante, parte de una afirmación completamente errada: los derechos civiles y políticos solo generan obligaciones negativas y los derechos sociales solo generan obligaciones positivas.


Las obligaciones negativas son aquellas que obligan al Estado a abstenerse de realizar ciertas actividades. Por ejemplo, no impedir la expresión o difusión de ideas, no violar la correspondencia, no detener arbitrariamente, no impedir a una persona afiliarse a un sindicato, no intervenir en caso de ejercicio del derecho de huelga, no empeorar el estado de salud de la población, no impedir a una persona el acceso a la educación, entre otras. Las obligaciones positivas, en cambio, imponen obligaciones de hacer o de dar, es decir, que requieren del Estado una acción positiva.


Las obligaciones positivas no se agotan, como bien explican Abramovich y Courtis (2014), en la disposición de reservas presupuestarias a efectos de ofrecer una prestación, sino que además imponen otros tipos de obligaciones, a saber:


(a) la obligación del Estado de establecer algún tipo de regulación, sin la cual el ejercicio de un derecho no tendría sentido; (b) la obligación de que el Estado limite o restrinja las facultades de las personas privadas, o les imponga obligaciones de algún tipo; y, (c) la obligación de proveer de ciertos servicios a la población, ya sea de forma exclusiva o por delegación, mediante concesión, autorización, asociación en participación, transferencia de la propiedad accionaria u otra modalidad contractual (Abramovich y Courtis, 2014, pp. 33-35).


Aclarado lo anterior, debemos señalar que ni los derechos civiles y políticos pueden caracterizarse solo como derechos negativos, es decir, de abstención, ni los derechos sociales actúan siempre como derechos positivos o de prestación. En ambas categorías se imponen obligaciones positivas y negativas.


Por ejemplo, el derecho a la libertad de expresión (artículo 49) no sólo se limita a la prohibición de la censura, sino que también comprende la habilitación de centros culturales y plazas públicas, la subvención de publicaciones, la concesión de espacios gratuitos en radios o televisiones y, en general, todas aquellas medidas que son necesarias para fomentar la producción y creación literaria, artística, científica y técnica.


El derecho de educación (artículo 63) no sólo obliga al Estado a abstenerse de imponer una determinada creencia o doctrina, sino que requiere además de la construcción de escuelas, la contratación de profesores y la adopción de medidas positivas tendentes a garantizar una enseñanza básica gratuita.


De igual forma, el derecho al voto comporta dos tipos de obligaciones: por un lado, la obligación estatal de no interferir en el derecho de las personas a elegir a sus representantes; y, por otro lado, la obligación de desplegar una infraestructura que incluye, desde cuestiones mínimas, como urnas, sobres o papel, hasta otras más complejas como personal fiscalizador, establecimiento en condiciones y complejos sistemas de recuento de votos. Incluso, el derecho a obtener una tutela efectiva de los jueces y tribunales (artículo 69) exige la asignación de espacios públicos y recursos financieros que permitan al Poder Judicial organizarse administrativamente para el cumplimiento de sus funciones jurisdiccionales.


Así las cosas, es evidente que los «clásicos» derechos civiles y políticos comportan un complejo de obligaciones negativas y positivas por parte del Estado: por un lado, debe abstenerse de interferir en el ejercicio de las libertades públicas y, por otro lado, debe adoptar una serie de medidas a efectos de garantizar el goce de la autonomía individual e impedir su afectación por otros particulares. En palabras de Pisarello (2007), “todos los derechos civiles y políticos, en definitiva, entrañan, al igual que los derechos sociales, una cierta dimensión distributiva. Su satisfacción exige la asignación de subvenciones, ayudas, espacios públicos y recursos financieros, humanos y técnicos que permitan a las personas (…) el ejercicio de sus libertades públicas” (pp. 60-61).


Pero, además, los derechos sociales también pueden ser caracterizados por un complejo de obligaciones positivas y negativas por parte del Estado. Por ejemplo, el derecho a la salud (artículo 61) no se reduce al otorgamiento estatal de medicinas gratuitas o de bajo costo, sino que además incluye deberes negativos como el de no contaminación o el de no comercialización de productos en mal estado. El derecho a la vivienda (artículo 59) no sólo consiste en el derecho a acceder a una unidad habitacional de protección pública, sino que además abarca el derecho a no ser desalojado de manera arbitraria. El derecho al trabajo (artículo 62) no se agota en el derecho a acceder a un empleo digno, sino que supone también la interdicción de los despidos injustificados o el respeto por la libertad de expresión de los trabajadores.


De hecho, una de las principales obligaciones que establece el PIDESC es negativa. En efecto, conforme su artículo 2, los Estados partes están obligados a adoptar los medios apropiados “para lograr progresivamente” los derechos sociales (numeral 1), “sin discriminación alguna por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política, o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social” (numeral 2). De ahí que los poderes públicos no pueden adoptar medidas y políticas que empeoren sin justificación razonable y proporcionada la situación de los derechos sociales o, en cambio, que impongan un trato distinto en su ejercicio sin que se encuentre fundamentado en razones objetivas.


Entonces, es posible afirmar que los derechos sociales, al igual que los derechos civiles y políticos, comportan un abanico de obligaciones exigibles que van desde obligaciones negativas de «respeto», obligaciones positivas de «promoción» y «satisfacción», hasta obligaciones de «protección» frente a vulneraciones provenientes de particulares y de actores privados. Por tanto, es evidente que las diferencias entre los derechos civiles y políticos y los derechos sociales son “diferencias de grado, más que diferencias sustanciales” (Abramovich y Courtis, 2014, pp. 24-25), de modo que la discusión debería centrarse en cómo y con qué prioridades se asignan los recursos, más que en la estructura normativa de los derechos sociales (Medina Reyes, 2020a).


En definitiva, los derechos sociales son derechos subjetivos que prevén una obligación jurídica. Si bien se alude que su esencia es puramente positiva, por igual prevén obligaciones negativas. Estas obligaciones determinan la posición aludida por su titular y la obligación del Estado respecto a esa posición dependiendo de si la prestación requerida es de respeto, protección, garantía y promoción.


Siendo esto así, es oportuno referirnos a la posición jurídica que se deriva de las obligaciones que comportan los derechos sociales. Tal y como explica Bernal Pulido (2007), las posiciones refieren a la existencia de relaciones como la expresión de las distintas cualificaciones que se desprenden de una norma jurídica iusfundamental en la que el titular tiene derecho a algo a lo cual el deudor está obligado. Las posiciones jurídicas pueden ser de distinto orden, pero en términos básicos pueden ser de derechos a algo, libertades y competencias (Reyes-Torres, 2019, p. 20). En la mayoría de los casos, los derechos sociales reconocen la posición de las personas de exigir algo al Estado, pues, como bien señala Contreras-Peláez (1994), “la prestación estatal representa verdaderamente la sustancia, el núcleo, el contenido esencial de estos derechos” (p. 21).


En materia de derechos sociales, las personas tienen el poder o la posición de exigir al Estado «dar pasos» para alcanzar la efectividad de estos derechos. Por tanto, el Estado tiene la obligación de adoptar medidas inmediatas para garantizar, de forma gradual y progresiva, niveles esenciales mínimos de cada uno de los derechos sociales. Ese «contenido básico mínimo» de estos derechos ha sido identificado por el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, al señalar que:


un Estado en el que un número importante de individuos está privado de alimentos esenciales, de atención primaria de salud esencial, de abrigo y vivienda básicos o de las formas más básicas de enseñanza, prima facie no está cumpliendo sus obligaciones. Si el Pacto se ha de interpretar de tal manera que no establezca una obligación mínima, carecería en gran medida de su razón de ser (CDESC, 1990, punto 10).


De ahí que el Estado solo puede justificar el no cumplimiento de las obligaciones mínimas de los derechos sociales, si logra demostrar que ha realizado todo el esfuerzo a su alcance para satisfacer, con carácter prioritario, dichas obligaciones. Así lo reconoce la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en lo adelante “CIDH”), al establecer que el artículo 26 de la Convención consagra “la obligación general de procurar constantemente la realización de los derechos económicos, sociales y culturales”. Así pues, en el caso Miranda Cortez y otros vs. El Salvador, la Comisión decidió que no hubo violación al derecho a la salud, pues “el Estado salvadoreño respondió a cada uno de los requerimientos con información referente a acciones concretas encaminadas a prestar la atención médica y los medicamentos que precisaban las personas incluidas en el caso” (CIDH, 2009, párr. 102).


En vista de los aspectos antes analizados, es posible afirmar que los derechos sociales son auténticos derechos fundamentales que están garantizados en tanto en la Constitución dominicana como en los tratados, pactos y convenciones internacionales relativos a derechos humanos. Los derechos sociales poseen una estructura común a los «clásicos» derechos civiles y políticos, pues ambas categorías imponen obligaciones positivas y negativas, por lo que no tiene ningún sentido, a nuestro juicio, mantener un trato distinto entre estas categorías de derechos (Medina Reyes, 2020a).


Aclarado lo anterior, a continuación, analizaremos los presupuestos de las principales objeciones dirigidas contra la conceptualización de los derechos sociales como derechos fundamentales, a fin de demostrar ‒tal y como hicimos con la objeción de los costes‒, que estas críticas parten de afirmaciones y criterios que desconocen las implicaciones de la cláusula del Estado social y democrático de Derecho.


CRÍTICAS A LA PERCEPCIÓN FUNDAMENTALISTA DE LOS DERECHOS SOCIALES


La primera objeción a la fundamentalidad de los derechos sociales es aquella que establece que la realización de estos derechos genera costes que limitan su satisfacción a la disponibilidad de los recursos, lo que impide que sean considerados como auténticos derechos fundamentales. Tal y como señalamos anteriormente, esta objeción deja a un lado el estatuto conceptual de los derechos sociales y desconoce que todos los derechos subjetivos, incluyendo las libertades civiles y políticas, conllevan costes y requieren de la intervención positiva del Estado. Es decir, los derechos civiles y políticos, al igual que los derechos sociales, comportan un abanico de obligaciones exigibles que van desde obligaciones negativas de respeto, obligaciones de promoción y satisfacción, hasta obligaciones de protección frente a las injerencias del Estado y los particulares (Medina Reyes, 2020b).


Para la Corte Constitucional de Colombia, el solo hecho de que el contenido prestacional de los derechos sociales se encuentre acreditado en el texto constitucional desvirtúa la objeción de la falta de recursos económicos, estando el Estado obligado a justificar el no cumplimiento de sus obligaciones (T-406/92).


De ahí que la falta de recursos económicos no compone una dispensa para la protección de los derechos sociales, económicos y culturales.


De ahí que la falta de recursos económicos no compone una dispensa para la protección de los derechos sociales, económicos y culturales.


En primer lugar, se sostiene que los derechos sociales son generacionalmente posteriores a los «clásicos» derechos civiles y políticos; es decir, que se tratan de “derechos tardíos” (Pisarello, 2007, p. 19) que están jerárquicamente subordinados a los derechos de «primera generación». Esta objeción, en síntesis, justifica una protección devaluada de los derechos sociales, en el entendido de que la función esencial del Estado consiste originalmente en garantizar las libertades clásicas y el mantenimiento de la seguridad como factores elementales del orden público.


En primer lugar, se sostiene que los derechos sociales son generacionalmente posteriores a los «clásicos» derechos civiles y políticos; es decir, que se tratan de “derechos tardíos” (Pisarello, 2007, p. 19) que están jerárquicamente subordinados a los derechos de «primera generación». Esta objeción, en síntesis, justifica una protección devaluada de los derechos sociales, en el entendido de que la función esencial del Estado consiste originalmente en garantizar las libertades clásicas y el mantenimiento de la seguridad como factores elementales del orden público.


Esta crítica, tal y como señalamos anteriormente, está basada en una visión totalmente sesgada y «originalista» del rol y funcionamiento del Estado. Y es que, incluso para pensadores con enfoques libertarianos, como Adam Smith y David Ricardo, es claro que existe una interrelación entre las obligaciones negativas del Estado, en especial en materia de garantía de la libertad de comercio, y una larga serie de obligaciones positivas. Smith, por ejemplo, asigna al Estado un rol activo en la creación de las condiciones institucionales y legales para la consolidación y funcionamiento del mercado (Smith, 1937).


A partir del reconocimiento de la cláusula del Estado social y democrático de derecho, la tesis de los derechos sociales como derechos devaluados por ser generacionalmente posteriores a los «clásicos» derechos civiles y políticos pierde validez. Decimos esto, pues esta fórmula constitucional sujeta la actuación del Estado al respeto de los derechos de las personas en un marco de libertad individual y de justicia social. Es decir, la función del Estado no se limita a garantizar la libertad y la seguridad de los ciudadanos, sino que además engloba las condiciones materiales que hacen posible su dignidad (Medina Reyes, 2020).


De ahí que los órganos y entes públicas están obligadas a asegurar la satisfacción de unos mínimos sociales como precondición del ejercicio de los demás derechos de carácter liberal y democrática, de modo que los derechos sociales se sitúan a un mismo nivel normativo que los «clásicos» derechos civiles y políticos.


En otras palabras, si bien los derechos civiles y políticos caracterizaron la actuación del Estado liberal desde mediados del siglo XVIII, a partir de las revoluciones burguesas se asume un conjunto de condiciones existenciales mínimas como precondiciones para establecer y conservar una democracia constitucional. De ahí que se produce la constitucionalización de los derechos sociales, de modo que la distinción de los derechos en base a sus generaciones pierde importancia. Y es que, en un Estado social y democrático de derecho, la función del Estado consiste en la protección de los derechos de carácter liberal, democrático y social, sin distinción de categorías.


Otra de las objeciones que se presenta a la fundamentalidad de los derechos sociales es aquella que entiende que estos son derechos de tutela debilitada en relación con los «clásicos» derechos civiles y políticos. Esta crítica de la percepción dogmática es plateada por Guastini (1996), el cual consagra a los derechos sociales como meros “derechos de papel que carecen de verdaderas garantías jurídicas” (p. 154). El razonamiento de Guastini consiste, en resumen, en que un derecho sin garantías no es verdadero y, en consecuencia, es un derecho de papel. Por tanto, como en algunos ordenamientos jurídicos los derechos sociales son concebidos como derechos no fundamentales; es decir, que no cuentan con garantías sustantivas similares a las que se asignan a los derechos civiles y políticos, es obvio que estos son “derechos de papel” que no tienen un contenido exigible (Medina Reyes, 2020a).


La objeción de Guastini, la cual parte de las ideas de Kelsen, que vincula la existencia de un derecho fundamental “a su capacidad de exigirlo judicialmente” (Kelsen, 1999, pp. 73-74), se sustenta, a nuestro juicio, en un grave error: pretender que las garantías son una condición necesaria para la existencia de los derechos fundamentales. Es cierto que las garantías poseen un rol importante en la efectividad y eficacia de los derechos sociales, pero no es un elemento indispensable para su configuración. Así lo explica Ferrajoli (1998), al señalar que, si aceptamos que “solo existe un derecho cuando existen sus garantías, se debe rechazar entonces el carácter jurídico de los dos avances más relevantes del siglo XX: la apertura al derecho internacional y la constitucionalización de los derechos sociales” (p. 11).


Para Ferrajoli (1999) demostrar lo anterior, distingue entre las garantías primarias y las garantías secundarias. Las primeras corresponden a las conductas, en forma de obligaciones de hacer (positiva) o prohibiciones (negativa), señaladas por los derechos subjetivos garantizados. Las segundas son las obligaciones que tiene el órgano jurisdiccional de “sancionar o declarar la nulidad cuando constate actos ilícitos o no válidos que violen las garantías primarias” (p. 59).


De ahí que, si bien en algunos sistemas jurídicos faltan las garantías secundarias que permitan proteger judicialmente a los derechos sociales, estos constituyen auténticos derechos fundamentales porque se encuentran contemplados en el texto constitucional y en los tratados, pactos y convenciones internacionales. Por tanto, es evidente que la ausencia de garantías secundarias no justifica la tesis de los derechos sociales como derechos estructuralmente diferentes a los derechos civiles y políticos, sino que solo demuestra que existen «lagunas jurídicas» que deben ser colmadas para vincular a los órganos del Estado en la satisfacción de los derechos sociales.


Por último, frente a la fundamentalidad de los derechos sociales, se presenta la crítica de la percepción filosófico-normativa, la cual consagra los derechos sociales como derechos axiológicamente subordinados a los derechos civiles y políticos. Esta objeción relega la garantía de las exigencias sociales a la protección de los bienes que son “realmente” fundamentales para cualquier persona (su vida, su intimidad, su integridad física, su libertad de expresión) y, con ello, su propia dignidad. Esta crítica parte de la idea de que “los derechos sociales se adscriben al valor de la igualdad y, en cambio, los derechos civiles y políticos a valores y principios como la libertad, la seguridad, la diversidad y, en definitiva, la dignidad humana” (Pisarello, 2007, p. 37).


Es claro que esta objeción desconoce que el principio de dignidad es el que justamente justifica la interdependencia e indivisibilidad entre los derechos civiles, políticos, sociales y culturales, pues la protección de los bienes fundamentales de los derechos civiles personalísimos depende en gran medida de la protección del contenido esencial de los derechos sociales. Así lo explica Habermas (2010), al señalar que:


la dignidad humana, que es una y la misma en todas partes y para todo ser humano, fundamenta la indivisibilidad de todas las categorías de los derechos humanos. Únicamente sobre la base de una colaboración recíproca los derechos fundamentales pueden cumplir la promesa moral de respetar por igual la dignidad humana (p. 9).


En vista de lo anterior, es posible afirmar que las críticas a la percepción fundamentalista de los derechos sociales constituyen realmente «mitos» que desconocen las implicaciones de la cláusula del Estado social y democrático de Derecho. Así pues, es evidente que los derechos sociales poseen una estructura común a los derechos civiles y políticos, la cual es susceptible de ser exigida a través de las garantías que la Constitución asigna a los derechos de carácter liberal y democrático.


LOS DERECHOS SOCIALES FUNDAMENTALES: UNA DISTINCIÓN NECESARIA


Llegado a este punto, es necesario preguntarnos: ¿todos los derechos contemplados en la Sección II del Capítulo I de la Constitución dominicana son derechos sociales fundamentales susceptibles de ser exigidos ante los órganos jurisdiccionales? Para responder esta pregunta, es necesario diferenciar los derechos sociales fundamentales de las directrices o normas programáticas. Para Alexy (2001), los derechos sociales fundamentales:


son derechos del individuo frente al Estado a algo que -si el individuo tuviera los medios financieros suficientes, y si encontrase en el mercado una oferta suficiente- podría obtener también de los particulares (p. 443).


Las directrices son, en cambio, un tipo de pauta que manifiesta un objetivo que ha de ser alcanzado porque favorece o asegura una situación económica, política o social que se considera deseable.


En definitiva, los derechos sociales fundamentales confieren una posición jurídica a un sujeto (o a una clase de sujeto) en relación con el Estado o los particulares (en caso de delegación) al que se impone un deber de garantizar un conjunto de necesidades básicas que son indispensables para asegurar su desarrollo en un marco de libertad individual y de justicia social. De ahí que estamos frente a un derecho social fundamental cuando existe una obligación de garantizar unos mínimos sociales esenciales para garantizar el desarrollo de una vida digna de las personas.


Siendo esto así, podemos afirmar que, si bien es cierto que la Sección II del Capítulo I de la Constitución dominicana contempla formalmente todos los derechos sociales como auténticos derechos fundamentales, no menos cierto es que es posible diferenciar materialmente los derechos sociales fundamentales de las directrices o normas programáticas que procuran orientar y dirigir las actuaciones del Estado.


Por ejemplo, el artículo 54 de la Constitución dominicana consagra el objetivo de promover “la investigación y la transferencia de tecnología para la producción de alimentos y materias primas de origen agropecuarios”. Este artículo no contiene un derecho subjetivo, sino que establece una directriz tendente a asegurar “el incremento de la productividad y la seguridad alimentaria”. Lo mismo ocurre con los artículos 57 y 58, relativos a la promoción de la integración en la vida activa y comunitaria de las personas de la tercera edad y con discapacidad, y con el artículo 68, sobre el fomento del deporte.


Ahora bien, es importante señalar que en la Sección II del Capítulo I de la Constitución dominicana también se contemplan auténticos derechos sociales fundamentales. Por ejemplo, el derecho a la vivienda (artículo 59), el derecho a la seguridad social (artículo 60), el derecho a la salud (artículo 61), el derecho al trabajo (artículo 62), el derecho a la educación (artículo 63), entre otros. Cada uno de estos derechos imponen una obligación jurídica al Estado en favor de las personas. A continuación, analizaremos brevemente estos derechos, tomando en cuenta la jurisprudencia de los órganos interamericanos y del Tribunal Constitucional dominicano.


El artículo 59 de la Constitución dominicana establece que “toda persona tiene derecho a una vivienda digna con servicios básicos esenciales”. Este artículo consagra el acceso a un hogar, una vivienda y unas condiciones sanitarias básicas como un derecho social fundamental, el cual abarca el derecho a no ser desalojado de manera arbitraria.


Así lo reconoce el Tribunal Constitucional dominicano, al señalar que:


el derecho a la vivienda es considerado como un derecho social, el cual impone al Estado la responsabilidad de llevar a cabo las acciones necesarias para propiciar las condiciones que hagan posible el acceso a este derecho para que cada ciudadano pueda lograr tener una vivienda apta para la vida humana y en condiciones de dignidad (TC/0100/14).


De ahí que el derecho a una vivienda digna otorga a los particulares la posición de exigir al Estado la adopción de las medidas necesarias para garantizar su acceso a una propiedad de interés social y para evitar desalojos arbitrarios que desconozcan su contenido esencial.


De igual forma, el artículo 60 del texto constitucional dispone que “toda persona tiene derecho a la seguridad social. El Estado estimulará el desarrollo progresivo de la seguridad social para asegurar el acceso universal a una adecuada protección en la enfermedad, discapacidad, desocupación y la vejez”. De este artículo se desprende una obligación precisa para el Estado, consistente en el deber de estimular el desarrollo progresivo de la seguridad social y, en consecuencia, de no adoptar medidas regresivas que afecten los niveles de pensiones previamente otorgados.


De esta manera lo reconoce la CIDH al considerar vulnerado el artículo 26 de la Convención Americana, en lo relativo al derecho a la seguridad social, por el Estado convalidar reducciones en los niveles de pensiones ya otorgados. En efecto, en el caso Asociación Nacional de Exservidores del Instituto Peruano de Seguridad Social vs. Perú, la Comisión estableció lo siguiente:


La naturaleza de las obligaciones derivadas del artículo 26 de la Convención Americana supone que la plena efectividad de los derechos consagrados en dicha norma debe lograrse de manera progresiva y en atención a los recursos disponibles. Ello implica un correlativo deber de no retroceder en los logros avanzados en dicha materia. Tal es la obligación de no regresividad desarrollada por otros organismos internacionales y entendida por la Comisión como un deber estatal justiciable mediante el mecanismo de petición individuales consagrado en la Convención (Caso Asociación Nacional de Exservidores del Instituto Peruano de Seguridad Social vs. Perú, Sentencia del 27 de marzo de 2009).


En palabras del Tribunal Constitucional dominicano, “el derecho a la seguridad social es un derecho fundamental, como tal inherente a la persona, y es, asimismo, un derecho prestacional, en la medida en que implica un derecho a recibir prestaciones del Estado” (TC/0203/13). El objetivo de la seguridad social es asegurar el derecho de las personas “a vivir una vida digna frente al desempleo, la vejez, la discapacidad o la enfermedad” (TC/0203/13). Otro de los derechos sociales fundamentales consagrados en la Sección II del Capítulo I de la Constitución dominicana es el derecho a la salud. En efecto, conforme al artículo 61 del texto constitucional, “toda persona tiene derecho a la salud integral”.


Del citado artículo 61 de la Constitución se desprende la obligación del Estado de asegurar como mínimo: (a) el acceso a los centros, bienes y servicios de salud sobre una base de no discriminación, en especial para los grupos vulnerables o marginados; (b) el acceso a una alimentación esencial mínima que sea nutritiva, adecuada y segura; (c) el acceso a medicamentos esenciales, según las definiciones periódicas que figuran en el Programa de Acción sobre Medicamentos Esenciales de la Organización Mundial de la Salud (OMS); (d) velar por la distribución equitativa de todas las instalaciones, bienes y servicios de salud; y, (e) adoptar y aplicar sobre la base de pruebas epidemiológicas un plan de acción (CDESC, punto 43). Estas prerrogativas forman parte del «contenido esencial» del derecho fundamental a la salud, de modo que, en caso de incumplimiento por parte de los órganos y entes públicos, las personas pueden exigir su protección ante las autoridades correspondientes.


Así lo reconoce la CIDH, al considerar vulnerado el derecho a la salud, encuadrado en el artículo 26 de la Convención Americana de Derechos Humanos, por el Estado no suministrar los medicamentos que integran la triple terapia necesaria para impedir la muerte y una mejor calidad de vida de las personas afectadas con VIH/SIDA. En efecto, en el caso Miranda Cortez y otros vs. El Salvador (2009), la Comisión aceptó que el artículo 26 de la Convención puede ser invocado para proteger el derecho a la salud; es decir, que el derecho a la salud es uno de los derechos sociales fundamentales que se deriva de las disposiciones contenidas en la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA) (Sentencia del 20 de marzo de 2009). Continúa la Comisión señalando que existen dos supuestos en los que el derecho a la salud es inmediatamente exigible: discriminación y peligro de vida (Caso Cuscul Pivaral y otros vs. Guatemala, párr. 42-45).


El artículo 62 de la Constitución dominicana dispone que “el trabajo es un derecho, un deber y una función social que se ejerce con la protección y asistencia del Estado. Es finalidad esencial del Estado fomentar el empleo digno y remunerado”. Este derecho se sustenta en tres principios esenciales: (a) el de la igual dignidad de todos los seres humanos; (b) el de la no discriminación; y, (c) el de la participación democrática. De ahí que, el Estado está obligado, por un lado, a propiciar una política de pleno empleo (dimensión objetiva) y, por otro lado, a garantizar la igualdad y la libertad de las personas en el ámbito laboral (dimensión subjetiva).


Así lo reconoce el Tribunal Constitucional dominicano al juzgar que de la dimensión objetiva del derecho al trabajo se desprende la obligación estatal de “propiciar una política de pleno empleo”. Pero, además, este derecho “no sólo encarna una dimensión objetiva como elemento estructural del orden constitucional, sino que, además, cuenta con una dimensión subjetiva de especial importancia en nuestro derecho constitucional”. Se trata, a juicio de dicho tribunal, “de un derecho social, cuyo contenido complejo encuentra en el derecho constitucional del Estado social y democrático de Derecho, al menos dos garantías: la igualdad y la libertad del titular del derecho al trabajo frente a la regulación y vigilancia del Estado” (TC/0058/13).


Continúa el Tribunal Constitucional dominicano señalando que:


El contenido de este derecho se concreta entonces en el respeto a las condiciones de igualdad para acceder a un puesto de trabajo, siempre que se cumplan los requisitos de capacitación que exige cada tarea en particular. Así mismo, dichos requisitos deben ser fijados de tal manera que obedezcan a criterios estrictos de equivalencia entre el interés protegido las limitaciones fijadas, pues una excesiva, innecesaria o irrazonable reglamentación violaría el contenido esencial del derecho. Por último, es necesario anotar que, de una parte, los requisitos que condicionen el ejercicio de una profesión u oficio deben ser de carácter general y abstracto, vale decir, para todos y en las mismas condiciones; y de otra, la garantía del principio de igualdad se traduce en el hecho de que al poder público le está vedado, sin justificación razonable acorde al sistema constitucional vigente, establecer condiciones desiguales para circunstancias iguales y viceversa (TC/0058/13).


Por otro lado, el artículo 63 del texto constitucional reconoce que las personas tienen derecho “a una educación integral, de calidad, permanente, en igualdad de condiciones y oportunidades, sin más limitaciones que las derivadas de sus aptitudes, vocación y aspiraciones”. De este artículo se infiere que la educación constituye un auténtico derecho fundamental que genera una serie de obligaciones positivas a cargo del Estado, a saber: desde garantizar una educación pública gratuita, la cual es obligatoria en el nivel inicial, básico y medio (artículo 63.3), pasando por el financiamiento estatal de la educación superior en el sistema público (artículo 63.3), hasta la obligación del Estado de erradicar el analfabetismo y educar a las personas con necesidades especiales y capacidades excepcionales (artículo 63.12).


Para el Tribunal Constitucional dominicano:


El derecho a la educación es uno de los pirales en los que descansa el progreso de una sociedad. La educación es el medio a través del cual las personas pueden convertirse en entes productivos y útiles, sirviendo como medio de socialización humana en sus diferentes etapas. La educación es uno de los elementos que promueven la libertad, al mismo tiempo que es generador de la autonomía y el libre desarrollo de la personalidad (TC/0081/16).


Ese tribunal continúa indicando que:


El derecho a la educación no sólo supone el acceso de todos los ciudadanos a la educación, pues no basta evaluar disponibilidad de planteles educativos, igualdad de oportunidades, entre otros, sino que el derecho a la educación supone la obtención de un resultado, por cuanto los objetivos solo podrán alcanzarse si un centro universitario otorga un aval académico de su nivel de profesionalización que permita determinar que han sido adquiridos los conocimientos que hagan posible el ingreso del educando al mercado laboral, sin comprometer el interés general que ha de ser respaldado por el Estado a causa del ejercicio de la profesión (TC/0081/16).


De lo anterior se infiere que el derecho a la educación obliga al Estado, por un lado, a garantizar el acceso de las personas a “una educación integral, de calidad, permanente, en igualdad de condiciones y oportunidades, sin más limitaciones que las derivadas de sus aptitudes, vocación y aspiraciones” (artículo 63) y, por otro lado, a adoptar las políticas necesarias “para promover e incentivar la investigación, la ciencia, la tecnología y la innovación” (artículo 63.9) en los centros universitarios. De ahí que es evidente que la educación constituye un derecho y un servicio público esencial.


En palabras del Tribunal Constitucional dominicano, la Constitución dota al Estado en el contenido esencial del derecho a la educación “de un mandato prestacional, dentro de los servicios públicos” (TC/0092/15). Ello significa, a juicio de dicho tribunal, “que la educación posee un carácter binario, al conjugar la dimensión subjetiva del derecho fundamental, con la dimensión institucional de servicio público” (TC/0064/19).


Cada uno de los derechos sociales fundamentales, tal y como explica Fabre (2000), “busca asegurar que las personas accedan a los recursos adecuados” (p. 18) para que puedan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva, dentro de un marco de libertad individual y de justicia social. Es por esta razón que estos derechos se encuentran fundamentados sobre el valor de la dignidad humana, delegando a los poderes públicos la tarea de garantizar a cada uno un mínimo vital digno. Ese mínimo vital digno forma parte del «contenido esencial» de los derechos sociales fundamentales, de modo que escapa de la libre configuración del legislador.


Por último, es importante señalar que los derechos sociales fundamentales gozan de una protección jurídica especial basada en el principio de progresividad y la cláusula de no retroceso social. Según este principio, el Estado está impedido de desmejorar las condiciones originalmente establecidas, pues existe una prohibición de regresividad o de no retroceso social, la cual implica que el núcleo esencial de los derechos sociales ya realizado y efectivizado debe considerarse constitucionalmente garantizado.


En palabras del Tribunal Constitucional dominicano:


Las condiciones de accesibilidad a la propiedad de las viviendas de interés social revisten, por la naturaleza prestacional del derecho a la vivienda digna como derecho social, de una protección jurídica –respecto de otros derechos fundamentales– sustentada especialmente sobre la base del principio de progresividad y la cláusula de no retroceso en materia de derechos económicos, sociales y culturales que impiden a las instituciones del Estado desmejorar las condiciones originalmente preestablecidas salvo razones rigurosamente justificadas (TC/0098/12).


Por su parte, la Corte Constitucional de Colombia ha juzgado que:


La denominada cláusula de no retroceso en materia de derechos económicos, sociales y culturales supone que una vez logrados ciertos avances en la concreción de los derechos económicos, sociales y culturales en medidas de carácter legislativo o reglamentario, las condiciones preestablecidas no pueden ser desmejoradas sin el cumplimiento de una rigurosa carga justificativa por las autoridades competentes. En ciertos casos el mandato de progresividad u la prohibición de medidas regresivas pueden estar en estrecha conexión con el principio de confianza legítima, pues en última instancia ambos presentan un elemento común cual es el respeto por parte de las autoridades estatales del marco jurídico o fáctico previamente creado para la satisfacción de derechos prestacionales. También desde la perspectiva de la confianza legítima es reprochable el cambio intempestivo de las condiciones previamente definidas por la Administración para la satisfacción de derechos prestacionales, y a ésta en todo caso le corresponde la carga argumentativa de justificar el cambio intempestivo de las reglas de juego inicialmente acordadas (T-1318/05).

CONCLUSIONES

En vista de los aspectos analizados en este trabajo, podemos afirmar que los derechos sociales constituyen auténticos derechos fundamentales que poseen una estructura similar a los «clásicos» derechos civiles y políticos. Decimos esto pues los derechos sociales están recogidos tanto en la norma constitucional como en los tratados, pactos y convenciones internacionales relativos a los derechos humanos y reconocen el derecho de las personas a acceder a unos mínimos sociales. De ahí que es evidente que estos derechos son tan –o más– importantes que los derechos civiles y políticos, de modo que su otorgamiento no puede quedar en manos de la simple mayoría congresual, sino que debe gozar de una protección constitucional robusta.


La fundamentalidad de los derechos sociales se deriva de la cláusula del Estado social y democrático de Derecho, pues es a partir de su reconocimiento que las exigencias sociales son asumidas como precondiciones para el ejercicio de las libertades fundamentales y, en consecuencia, de la democracia. En definitiva, un Estado es realmente un Estado «social» y democrático de Derecho si adopta decisiones «justas» basadas en la protección de ciertos contenidos sociales que son indispensables para garantizar el desarrollo de las personas en un marco de libertad individual y de justicia social. Para esto, es necesario que los derechos sociales, al igual que los derechos civiles y políticos, sean impuestos a la sociedad y retirados de la discusión política ordinaria; es decir, de las decisiones de los órganos legislativos.


Siendo esto así, es evidente que la concepción de los derechos sociales como meras directrices o normas programáticas está basada en argumentos políticos, morales e ideológicos y no así a su estructura dogmática, la cual se deriva de la cláusula del Estado social y democrático de Derecho. Los derechos sociales son auténticos derechos fundamentales, pues están recogidos en normas constitucionales o en tratados internacionales que imponen obligaciones concretas al Estado y que reconocen el derecho de las personas a acceder a unos mínimos sociales, los cuales buscan la protección de la dignidad humana.


REFERENCIAS


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