Vol. 1, núm. 19, junio 2021

ISSN (impreso): 2305-2589 ISSN (en línea): 2676-0827

Sitio web: https://saberyjusticia.enj.org

LA PERSONA: ENTRE LA FRAGILIDAD DE LA VIDA Y LA LEVEDAD DE LA FICCIÓN

The person: among the fragility of lifeand the lightness of fiction

Édynson Alarcón Polanco

Comisión Académica de la Escuela Nacional de la Judicatura República Dominicana

ealarcon@poderjudicial.gob.do

Cómo citar: Alarcón Polanco, E. (2021). La persona: entre la fragilidad de la vida y la levedad de la ficción. Revista Saber y Justicia, 1(19), 91-98. https://saberyjusticia.enj.org

Palabras clave: Ficción; Derecho a la vida; Nacer; Persona.

Keywords: Fiction; Right to life; Born; Person.

Introducción

Siendo el derecho, en sentido subjetivo, la prerrogativa que asiste a su titular de exigir a los demás, prestaciones, abstenciones o, si cabe, el respeto de un estado factual que le aprovecha, la persona, en ese contexto, no solo se revela como el centro de todo un sistema legalmente organizado que da forma al tejido conjuntivo del cuerpo social, sino, más aún, como su razón de ser.


Aunque también, la misma sociedad le impone, a manera de contraprestación, someterse a un importante catálogo de deberes. De ahí que podamos afirmar que, en la República Dominicana, fieles a la tradición civilista napoleónica, la persona, en la vida jurídica, es “actor de sus propios actos” y, en cuanto tal, sujeto de derechos y obligaciones.


La persona, pues, encarna la posibilidad de actuar en el derecho y asumir, activa o pasivamente, la titularidad de una proyección en el ámbito jurídico. Por oposición a las personas físicas o naturales, que son los seres humanos, el legislador, por extensión, y como una ficción de amplio espectro, contempla las llamadas personas morales con un propósito marcadamente pragmático y utilitario; vale decir, la consecución de objetivos y metas que el hombre, por sí solo, individualmente, no podría cumplir de modo satisfactorio. ¿Acaso no se hace más fácil gestionar un contrato si, de una parte, solo firma una persona y no un colectivo de cincuenta? Si el Estado dominicano tuviera que tomar un empréstito o sacar adelante una negociación internacional, ¿no sería más factible que, en representación del país, firmara una sola persona y no más de diez millones o alguien a quien esos diez millones tuvieran que extender un mandato expreso? Si el ayuntamiento, por ejemplo, no fuese una persona jurídica, sería prácticamente imposible acometer un contrato con un concesionario para el servicio de recogida de basura.


La ficción es un instrumento que permite, en este caso, la creación de un sujeto jurídico distinto y autónomo con relación a quienes lo integran, dotado de la aptitud legal requerida para contraer obligaciones y exigir derechos. El objetivo, finalmente, es la simplificación del tráfico mediante la unificación de relaciones plurales en una sola entidad con visión de conjunto capaz de concitar todos los derechos y deberes implicados en el nexo.


Como denominador común de las personas, sean estas físicas o morales, su existencia jurídica es hechura del legislador. Prima, en conclusión, la idea de que la personalidad siempre es un atributo de la ley, sin importar de qué o de quién estemos hablando. Solo el legislador puede definir su disposición, sus cualidades o su naturaleza.


Personas físicas

¿Quién, entonces, puede ser considerado persona? No por casualidad Santo Tomás, en su Suma teológica, alude al ser humano como la substancia individual de naturaleza racional, porque ni los animales, las plantas o los objetos tienen el don del raciocinio ni las cualidades morales e intelectuales que diferencian al hombre del resto de las criaturas vivientes y las cosas inertes. Si nos referimos, por tanto, a la persona natural, solo el hombre, el “ser animado racional”, dispone de esta condición y de los atributos que le son inherentes. Ella es titular primordial de la capacidad jurídica, punto de partida para la imputación de voluntades y la adjudicación de responsabilidades.


Es persona, en otras palabras, todo “hijo de mujer” nacido vivo y viable, sin importar que haya sido inscrito o no en el registro civil. Naturalmente, la falta de inscripción o asiento de su alumbramiento en el registro público representa un hándicap y un gravísimo problema de acreditación que este, con miras al ejercicio de sus derechos y a la demostración misma de su existencia, deberá afrontar con base en el ejercicio de una acción de estado. Lo anterior comporta que la capacidad jurídica, aunque no plena, como veremos más tarde, se adquiere con el solo hecho del nacimiento, siempre que la criatura esté viva y sea viable. Lo de haber nacido “viable” puede dar lugar en la práctica a serios desencuentros y quebraderos de cabeza, sobre todo si en presencia de una herencia que espera ser reclamada, el niño designado como sucesor del causante –su progenitor, por ejemplo– también ha fallecido, poco tiempo después de su llegada al mundo.


Lógicamente, si sobrevive la madre y se admite que el infante, ahora muerto, nació viable, operaría una transitividad del patrimonio del padre al del hijo y desde este al de su madre que, por aplicación del art. 731 del Código Civil (en lo adelante CC), le sucede en el segundo orden hereditario. De lo contrario, si se asume que la criatura no nació viable, esta jamás habrá sucedido a nadie y los bienes nunca llegarían a manos de la madre, ya que, según la ley, para heredar es preciso existir en el momento de apertura de la sucesión y no están, por consiguiente, en aptitud de hacerlo ni el que no ha sido concebido ni el neonato inviable (art. 725 CC).


Queda entonces entendido que la capacidad jurídica, principal atributo de la personalidad, se adquiere con el nacimiento, pero queda condicionada, en su operatividad, a que el niño no solo nazca, sino a que lo haga vivo y viable. Más todavía, el sujeto apenas concebido, no nacido, es protegido por la Constitución del Estado en los siguientes términos: Art. 37.- Derecho a la vida. El derecho a la vida es inviolable desde la concepción hasta la muerte...


La legislación penal, a través de la criminalización de prácticas abortivas, también refuerza el sistema de protección integral de la persona desde la concepción, en lo que constituye, sin duda, una solución peliaguda, acremente debatida y muy criticada por sectores liberales, quienes la tildan de oscurantista y poco realista. En lo civil, la vigencia del viejo apotegma infans conceptus pro nato habetur, conforme se infiere del art. 725 CC, arriba citado, impacta, significativamente, a efectos sucesorios y se erige en un adelantamiento ficticio al pleno desarrollo de la capacidad de suceder. En efecto, si se parte del hecho de que para suceder mortis causa a una persona hay que sobrevivirla, ese requisito, desde luego, no podría cumplirlo el concebido, de no ser por la ficción legal de tenérsele por nacido. Ergo, si no nace, nunca habrá sido heredero, pero si nace se reputa que estaba vivo al quedar abierta la sucesión.


Hay quienes, incluso, dan una dimensión más ambiciosa al adagio infans conceptus y extienden sus efectos más allá del plano estrictamente sucesorio. ¿Cómo? Pues abriendo la puerta para la concertación de acuerdos o transacciones a favor de un concebido no nacido, asistido por alguien que, de ya existir el niño fuera del vientre materno, le representaría, y manteniéndose la adquisición o el negocio realizado en un estatus de interinidad, mientras se produce el parto.


En resumen, el ser humano, desde la concepción, goza de una especie de personalidad condicional, sujeta a que su nacimiento se realice in futurum y a que el producto de ese evento sea una criatura viable, con un real potencial fisiológico para vivir y desarrollarse.


Como ha escrito Galindo (1991):


la persona es el centro imprescindible alrededor del cual se desenvuelven otros conceptos jurídicos fundamentales, como la noción y la existencia misma del derecho objetivo o el derecho subjetivo, la obligación, el deber y la concepción de toda relación jurídica… conceptos básicos en la dogmática y en la realidad del derecho [que] no podrían encontrar una adecuada ubicación, sino a través del concepto de persona. (p. 306).


Los derechos y atributos que efluyen de la personalidad, tales como el nombre, la nacionalidad o el domicilio, presentan rasgos bastante expresivos. He aquí algunos de ellos:


  1. su temperamento personalísimo, en la medida en que conforman un importante factor de individualización;

  2. su esencialidad, toda vez que garantiza el desarrollo integral y social del hombre;

  3. su adjudicación originaria, o sea, que llegan con el nacimiento;

  4. su naturaleza irrenunciable, inalienable e indisponible, porque no es algo que esté en el comercio o que pueda cederse, transmitirse o negociarse, salvo la situación particular del nombre en su esfera patrimonial y la posibilidad de que un artista de prestigio, una celebridad deportiva, académica o científica, pueda, en este ámbito, dar su consentimiento para que otros lo exploten comercialmente, mediante la inscripción de una marca, la promoción de un producto o la denominación de un establecimiento abierto al público.


Tratadistas como Reyes Vásquez (2015) destacan la necesidad de no confundir la capacidad con el estado civil, términos que, no obstante ser vecinos, tienen connotaciones jurídicas distintas. “El estado civil –apunta– versa sobre los vínculos con el entorno social, nacional y familiar, cuyo resultado es la individualización entre los distintos entes integrantes del tejido social. Por el contrario, la capacidad es la facultad de disfrutar y ejercer las prerrogativas acordadas por las leyes” (p. 23). Añade, en robustecimiento de su planteamiento, que, aunque todas las personas tienen un estado civil, algunas –los incapaces– carecen de capacidad.


Otra nota distintiva clásica podríamos hallarla en las personas morales que, pese a estar dotadas de capacidad jurídica, no tienen estado civil. La capacidad personal, si bien se obtiene automática y originariamente por el solo hecho del nacimiento, no llega a su titular con el suficiente empuje como para que este pueda de inmediato hacer uso de ella sin restricciones o cortapisas. Todos, desde el instante en que vemos la luz del mundo, somos sujetos de derechos, tanto para captarlos como para perseverar, en lo adelante, como sus titulares.


Tenemos, pues, capacidad de goce, pero no de ejercicio, lo cual significa que el individuo, hasta determinada edad, no administra sus derechos por sí mismo ni con total autonomía; en la tarea intervendrán sus padres, o uno de ellos, bajo régimen de tutela, en caso de que el otro haya fallecido o si, por algún motivo, se encuentra inhabilitado. Si ambos progenitores han muerto, la ley organiza un procedimiento especial de designación de un tercero como tutor, quien, con la colaboración del consejo de familia, ejercerá una suerte de autoridad “fiduciaria” orientada a la seguridad del menor y a la preservación de sus bienes, hasta la fecha en que este adquiera capacidad plena y, de suyo, la autogestión de su patrimonio y de su vida civil.


La tutela, por ende, tiene por objetivo puntual proteger al menor de sí mismo, del efecto nocivo de su propia inexperiencia, mientras alcanza la edad biológica que permita presumirlo maduro, apto mentalmente para manifestar su consentimiento, en particular tratándose de obligaciones a futuro, de contraer nupcias o de la enajenación de propiedades de valor.


El estado civil de una persona define su emplazamiento jurídico de cara al derecho privado. Es un reflejo de su personalidad que informa sobre su alumbramiento, nombre, domicilio, estatus familiar, fallecimiento, etc. Su situación, en otros términos, en el espacio vital comprendido entre el nacimiento y la defunción. El estado civil es indivisible, inalienable, imprescriptible y único: solo se dispensa uno por persona. Todo lo concerniente al tema, por razones obvias, interesa al orden público.


Con el deceso natural llega, inevitablemente, el fin de la personalidad. Con él también desaparecen los derechos y obligaciones del de cujus. La República Dominicana no contempla en su legislación sanciones penales como la muerte civil ni ninguna otra de efectos similares. Lejos de eso, la Constitución del Estado, en su art. 38, consagra la dignidad humana como derecho fundamental y enfatiza, en ese marco, su carácter sagrado e intransferible; que “su respeto y protección constituyen una responsabilidad esencial de los poderes públicos”.


Se admite que la muerte tiene lugar cuando no existe manifestación alguna de signos vitales. Hay, sin embargo, circunstancias en las que la persona y su capacidad se extinguen no ya por muerte natural oficialmente constatada o recogida en una partida de defunción, sino por vía judicial, a través de una declaración terminante de ausencia o de desaparición, casos en los que el legislador conjetura un desenlace fatal por el largo espacio de tiempo transcurrido sin noticias sobre el paradero del ausente, máxime si su absentismo obedece a circunstancias de tal naturaleza que, por su gravedad, aunque no haya un cuerpo, permiten casi afirmarlo: un accidente aéreo en medio del océano, por ejemplo.


Personas morales o jurídicas


Ya habíamos expresado que la ficción consiste en la creación de un sujeto de derecho autónomo y separado de los elementos individuales que lo integran; que con ello se busca una simplificación del tráfico mediante la unificación de múltiples relaciones jurídicas en una sola de la que es titular un sujeto de base colectiva, el cual concentra los derechos y los deberes que el vínculo trae aparejados.


Huelga, acaso, la puntualización de que solo pueden existir los tipos de personas morales taxativamente previstas y autorizadas por el legislador. Son, en definitiva, el producto más emblemático de una ficción legal en todo el sentido de la palabra: una o más personas naturales, al amparo de la ley, crean un ente jurídico con personalidad distinta, dotado de capacidad de obrar, cuyas actuaciones, en condiciones normales, salvo soluciones traumáticas y excepcionales, como el levantamiento del velo corporativo, no comprometen la integridad ni el capital de sus asociados.


De no existir la personalidad jurídica, ni los estados podrían asumir compromisos internacionales ni defenderse eficazmente los particulares contra los poderes públicos y sus eventuales desmanes. Pero las ficciones, traducidas en entes plurales o corporativos, tienen sus límites. El más importante consiste en la técnica del levantamiento del velo, aludida precedentemente. En ella los tribunales atribuyen responsabilidades a los miembros del colectivo social si se establece que la creación del órgano o su gestión han tenido por finalidad la defraudación de terceros:


Art. 12, Ley núm. 479-08 sobre Sociedades Comerciales y Empresas Individuales de Responsabilidad Limitada. Podrá prescindirse de la personalidad jurídica de la sociedad, cuando ésta sea utilizada en fraude a la ley, para violar el orden público o con fraude y en perjuicio de los derechos de los socios, accionistas o terceros. A los fines de perseguir la inoponibilidad de la personalidad jurídica se deberá aportar prueba fehaciente de la efectiva utilización de la sociedad comercial como medio para alcanzar los fines expresados.


Por igual, prerrogativas de esencia personalísima, tales como el derecho a contraer matrimonio, al ejercicio del voto ciudadano o la patria potestad, jamás podrían ser conferidas a personas jurídicas. Los atributos de la personalidad moral son básicamente los mismos reconocidos a las personas físicas, con excepción del estado civil, aunque se rigen por disposiciones legales particulares y especializadas.


Las sociedades comerciales constituidas en el país, en sujeción a nuestras leyes, tendrán ope legis la nacionalidad dominicana, aun cuando esta particularidad no se deje sentada en el contrato social. Si la empresa ha sido creada en el extranjero, se le reconocerá de pleno derecho en la República Dominicana, previa comprobación de su existencia a cargo del organismo oficial competente. Si este fuera el caso y la entidad decidiera hacer negocios en el territorio nacional, tendría que matricularse obligatoriamente en el Registro Mercantil y en el Registro Nacional de Contribuyentes de la Dirección General de Impuestos Internos. Ostentaría, al menos en principio, los mismos derechos y obligaciones atribuidos a las sociedades nacionales.


Como no son capaces de voluntad y entendimiento, dada su naturaleza artificial, las personas morales actúan en el devenir comercial mediante acciones emprendidas por personas físicas. A diferencia de los seres humanos, las empresas de lícito comercio y las asociaciones incorporadas requieren de una ordenación establecida de antemano en su carta fundacional o en sus estatutos, según corresponda. Sus elementos de organización se denominan órganos y evidentemente son desempeñados por personas naturales.


Las personas morales se clasifican, atendiendo a su origen y a su finalidad, en personas jurídicas de derecho público y de derecho privado. La persona moral de derecho público por excelencia es el Estado. A la lista se incorporan, asimismo, los ayuntamientos, los municipios, el Banco Central de la República Dominicana, la Dirección General de Aduanas, la Universidad Autónoma de Santo Domingo, etc. Las de derecho privado, como su nombre lo indica, tienen un cometido privado, no de derecho público.


A su vez, las personas jurídicas de derecho privado se subdividen en agrupaciones sin fines de lucro, llamadas asociaciones; y sociedades de capital que, en cambio, persiguen ganancias pecuniarias en provecho de sus socios o accionistas. Las asociaciones, de acuerdo con el art. 2 de la Ley núm. 122-05, son agrupaciones que integran no menos de cinco personas físicas o jurídicas “con el objeto de desarrollar o realizar actividades de bien social o interés público con fines lícitos y que no tengan como propósito u objeto [la consecución de] beneficios pecuniarios o apreciables en dinero para repartir entre sus asociados”. Dicho de otro modo, la asociación es el tipo general de todas las personas jurídicas privadas, de base personal, que no estén constituidas para promover distribución de ganancias. No es que no puedan desempeñar actividades económicas propiamente entendidas; lo que no pueden es hacerlo movidas por el lucro, es decir, por el designio de producir y repartir riquezas entre sus miembros.


La obtención de un registro de incorporación supone, para los fundadores de la asociación, la presentación por escrito de su impetración, acompañada del soporte documental necesario, ante las autoridades de la Procuraduría General de la República, si se tratare del departamento judicial de Santo Domingo, o de la Procuraduría General de la Corte de Apelación del departamento judicial correspondiente, para solicitudes fuera del Gran Santo Domingo. Una asociación incorporada se disuelve por voluntad expresa de las ¾ partes de sus integrantes “o por haber llegado al término previsto para su duración” (art. 54, Ley 122-05). En este caso, se designa a uno o más socios para que procedan a la liquidación del patrimonio y se decide, por mayoría absoluta, a cuál otra entidad similar donar cualquier excedente, ya cubiertas las deudas y compromisos de la institución. Si no hubiere consenso sobre este particular, el Estado, de pleno derecho, pasa a ser propietario.


Las asociaciones responden de sus obligaciones con todo su patrimonio, tanto presente como futuro. Los asociados no lo hacen personalmente por las deudas del grupo. Los miembros o titulares de los órganos directivos y de representación sí son económicamente responsables ante los asociados y ante terceros por los daños infligidos y las deudas, cuando unos y otras provengan del ejercicio de sus funciones o de los compromisos que contrajeran.


A su turno, las sociedades comerciales o de capital, según el art. 2 de la Ley núm. 479-08, son aquellas cuyos integrantes se obligan “a aportar bienes con el objeto de realizar actos de comercio o explotar una actividad comercial organizada, a fin de participar en las ganancias y soportar las pérdidas que produzcan”. Si un grupo de personas físicas o jurídicas tiene como propósito la adquisición y prorrateo de dividendos, existe, así sea en estado de latencia, un contrato de sociedad. Ellos cumplen haciendo sus respectivos desembolsos de capital en dinero o en especie. Los aportes proceden del patrimonio individual de los socios, dejan de responder por las deudas de estos, los cuales, por su parte, tampoco se hacen responsables de las obligaciones sociales más allá de las cuotas pagadas. La sociedad responde personalmente frente a sus acreedores con sus fondos propios. El socio, con vistas a lo que sería una inminente restitución de aportaciones, no es acreedor de la empresa. En tal virtud, no cobra intereses como si mediara un préstamo.


Al tenor de la ley que en la actualidad rige la materia (Ley 479-08), las sociedades de responsabilidad limitada (S.R.L.) han sido concebidas con una configuración cerrada, mientras que las sociedades anónimas (S. A.) funcionan en formato abierto. Una empresa se considera cerrada cuando el número de socios es limitado –hasta cincuenta en nuestro caso– y la pertenencia al grupo se determina en función de atributos relacionales o se cualifica por rasgos personales intransferibles. Es propio de este sistema (el de las S.R.L.) que todos sus afiliados aparezcan, de un modo u otro, implicados en la gestión social, que el tránsito entre asamblea y administración sea difuso y que la calidad de socio sea substancialmente intransferible o traspasable con restricciones, solo bajo ciertas condiciones.


En la entidad abierta, patrón en que se inscriben las sociedades anónimas dominicanas, se pretende que la condición de accionista sea básicamente transferible, como si se tratara de cualquier otra clase de bien mueble puesto en el comercio. Las acciones, por tanto, pueden emitirse al portador por su condición de cosa mueble comercializable. El número de posibles socios o tenedores de acciones es ilimitado.


El art. 5 de la Ley núm. 479-08 reconoce a las sociedades, en general, plena personalidad jurídica a partir de su matriculación en el registro mercantil. En ellas suelen cohabitar imprescindiblemente dos órganos, uno de gestión o administración para enfrentar las contingencias de la cotidianidad, y otro deliberativo o de control: la junta o asamblea. El cuerpo de administración opera bajo un modelo plural o singular, a cargo de un consejo, el presidente o un gerente externo.


La disolución o extinción de la sociedad comercial se decreta por mayoría de votos de su asamblea general o por cumplimiento del término de duración fijado en los estatutos. Podría ser, además, por imposibilidad manifiesta de llevarse a cabo el objeto social o a consecuencia de pérdidas económicas importantes que hayan erosionado la sostenibilidad del negocio.


REFERENCIAS


Galindo, I. (1991). Derecho civil. Parte general. México: Porrúa


Reyes Vásquez, R. (2015). El registro de estado civil. Santo Domingo: Editora Judicial.