Vol. 2, núm. 20, diciembre 2021

ISSN (impreso): 2305-2589 ISSN (en línea): 2676-0827

Sitio web: https://saberyjusticia.enj.org

Recibido: 6 de agosto de 2021 • Aprobado: 21 de octubre de 2021

EL SILENCIO DE LAS PARTES EN EL MARCO DE SU COMPARECENCIA PERSONAL ANTE LOS TRIBUNALES CIVILES Y LA ADUCIDA INCONSTITUCIONALIDAD DEL ART. 72 DE LA LEY 834 DE 1978

The silence of the parties in the context of their personal appearance before the civil courts and the adduced unconstitutionality of article 72 of 834 act of 1978

Édynson Alarcón Polanco

Comisión Académica de la Escuela Nacional de la Judicatura
República Dominicana
ealarcon@poderjudicial.gob.do

Cómo citar: Alarcón Polanco, E. (2021). El silencio de las partes en el marco de su comparecencia personal ante los tribunales civiles y la aducida inconstitucionalidad del art. 72 de la Ley 834 de 1978. Revista Saber y Justicia, 2(20), 35-43. https://saberyjusticia.enj.org

Resumen

Se analiza la incidencia de la ficta confessio o confesión presunta en el marco de aplicación del art. 72 de la L. 834-78 y su no conflictividad, respecto del procedimiento civil ni con el principio constitucional de no autoincriminación, ni con la noción del debido proceso. Se plantea que el silencio o las respuestas esquivas durante la fase de prueba por escrito, no necesariamente afectan el derecho de defensa ni se contrapone al principio de no autoincriminación, así como que tal actitud puede estar justificada en determinado momento.

Palabras claves: Comparecencia personal de las partes; confesión; confesión ficta; medida de instrucción; silencio.

Abstract

The incidence of the ficta confessio or presumed confession is analyzed within the framework of application of art. 72 of L. 834-78 and its non-conflict, with respect to civil procedure, neither with the constitutional principle of non-self-incrimination nor with the notion of due process. It is argued that silence or elusive responses during the written test phase do not necessarily affect the right of defense or contradict the principle of non-self-incrimination, as well as that such an attitude may be justified at a certain moment.

Keywords: Confession; fictitious confession; instructional measure; personal appearance of the parties; silence.

INTRODUCCIÓN


A propósito del tratamiento procesal de la rebeldía o el defecto, en la República Dominicana ha imperado, en líneas muy generales, el sistema de la ficta litis contestatio, de origen romano-canónico, en que la inactividad del defectuante no se interpreta como una confesión ni cosa parecida, sino, todo lo contrario, como una objeción a lo alegado e invocado por su contendor. En consecuencia, la autoridad judicial debe instruir rigurosamente el proceso y garantizar la tutela de los derechos de la parte ausente, de suerte que, como manda el art. 150 del Código Procesal Penal (CPC), modificado por la L. 845-78, las conclusiones de la parte que requiera el defecto solo sean acogidas en la medida de su justedad y de que reposen en prueba legal.


Sin embargo, en el contexto referencial del interrogatorio directo o la comparecencia personal de las partes, que es como mejor se le conoce entre nosotros, regida por los arts. 60 y ss. de la L. 834-78, se produce una situación de excepción ya que, contra todo pronóstico, el juez queda habilitado para extraer cualquier secuela negativa de la ausencia de esas partes o de su renuencia a contestar las preguntas que le sean formuladas. Esta aparente contradicción entre lo que sería un régimen especial, pautado, en concreto, para la medida de instrucción de audición directa de las partes y el patrón general seguido para el procedimiento contencioso en defecto provoca algunas alarmas, señeramente, entre quienes piensan que con ello se quebrantan garantías de hondo calado, incluso de orden constitucional. Nosotros entendemos que no, que la disposición del art. 72 de la L. 834-78 no obedece a un capricho, a una divagación o a una irreflexión del legislador, sino que responde a una corriente solvente, de amplia aceptación, articulada con inteligencia para resolver coyunturas que de otro modo llevarían a un despeñadero.


Sin embargo, en el contexto referencial del interrogatorio directo o la comparecencia personal de las partes, que es como mejor se le conoce entre nosotros, regida por los arts. 60 y ss. de la L. 834-78, se produce una situación de excepción ya que, contra todo pronóstico, el juez queda habilitado para extraer cualquier secuela negativa de la ausencia de esas partes o de su renuencia a contestar las preguntas que le sean formuladas. Esta aparente contradicción entre lo que sería un régimen especial, pautado, en concreto, para la medida de instrucción de audición directa de las partes y el patrón general seguido para el procedimiento contencioso en defecto provoca algunas alarmas, señeramente, entre quienes piensan que con ello se quebrantan garantías de hondo calado, incluso de orden constitucional. Nosotros entendemos que no, que la disposición del art. 72 de la L. 834-78 no obedece a un capricho, a una divagación o a una irreflexión del legislador, sino que responde a una corriente solvente, de amplia aceptación, articulada con inteligencia para resolver coyunturas que de otro modo llevarían a un despeñadero.

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

De acuerdo con el art. 72 de la L. 834-78, “el juez puede sacar cualquier consecuencia de derecho de las declaraciones de las partes, de la ausencia o de la negativa a responder de una de ellas y considerar esta como equivalente a un principio de prueba por escrito”. La pasada disposición, sobre todo en lo concerniente a los posibles efectos y derivaciones procesales del silencio, cuando quien se ampara en él es uno de los litigantes durante su comparecencia personal, sea que se abstenga de presentarse al interrogatorio o que, habiéndolo hecho, se resista a responder sobre aquello que se le pregunta, recoge nuestra versión, tomada del molde francés, de la doctrina de la ficta confessio o, en buen castellano, de la confesión ficta, tácita o presunta.


Tanto en Francia (art. 198 NCPC) como entre nosotros, el modelo de la ficta admissio, como también se le conoce en derecho comparado, se corresponde con una trasposición mucho más ligera y atemperada que la vigente en España y otros países del área, como, por ejemplo, Venezuela, Colombia y Argentina, por solo citar algunos casos. Contrario a como pasa en el sistema procesal privado dominicano, en estos países la confesión ficta no opera sucintamente con motivo de la medida de instrucción relativa a la comparecencia personal o audición directa de las partes, sino con un vasto alcance y desde una fase inicial del proceso, cuando el demandado no comparece y entonces, casi a modo de sanción, se le tiene por confeso siempre que los elementos de la causa corroboren esta solución y no desmientan el imperio de la presunción que así lo establece. Se trata, en resumen, de un esquema de confesión por presunción iuris tantum que, en cuanto tal, admite la prueba en contrario.


En nuestro derecho, en cambio, dominado en general por la tradición de la ficta litis contestatio, el art. 150 del Código de Procedimiento Civil, reformado por la L. 84578, prevé que, con ocasión del defecto de alguna de las partes, las conclusiones de quien se sirva de él solo podrán acogerse si fuesen justas y reposasen en prueba legal. El procedimiento contencioso en defecto se erige en una garantía para el defectuante, lo que obliga al juez a asegurarse de que sus derechos –los del litigante ausente– estén resguardados aun cuando no haya nadie que los defienda. La ficta confessio, no obstante, incide en derecho dominicano en un plano más restringido, discrecionalmente para el juez y en el contexto específico de una medida de instrucción: la comparecencia personal de las partes.


Si el demandante o el demandado, indistintamente, no acuden en la fecha fijada para consumo de la medida de comparecencia personal o, ya presentes, se niegan a responder, el juez “puede” deducir de ese talante cualquier corolario y asimilarlo, por una ficción jurídica, a un comienzo de prueba por escrito. Pasa en el proceso civil, en el comercial y en el laboral, no en el derecho público. De hecho, en materia penal sería una herejía. Lo del carácter facultativo de la confesión ficta y a efectos, exclusivamente, de la indicada medida de instrucción, resulta del contenido mismo del art. 72 de la L. 834-78 cuando el canon, ab initio, emplea el verbo “poder” para dejar al juez en libertad de hacer uso de la figura de oficio o a petición de alguno de los instanciados.


Otra característica interesante que presenta la ficta confessio limitada al marco de aplicación del art. 72 de la L. 834-78 es que la regla, básicamente, más que un instrumento de valoración sustantiva se acopla a la dinámica del onus probandi o de la carga de la prueba porque el juez, en este supuesto, no sopesa una variable probatoria, sino que, más bien, aprecia las consecuencias de una conducta del litigante. Ante el vacío que deja su mutismo deliberado o sus declaraciones evasivas o a medias, el legislador interviene para sugerir la forma en que puede interpretarse la situación, sacando “cualquier consecuencia de derecho” y tomándose esta actitud cerrada, casi irreverente, como un principio de prueba por escrito: un indicio susceptible de ser completado con cualesquiera otras probanzas, incluso con presunciones.


El art. 72 de la L. 834-78 simula un modelo de confesión judicial expresa, pero la razón impone rehuir de las arbitrariedades y no convertir ese enunciado en un cheque en blanco. En efecto, lo primero es insistir en que su implementación viene condicionada al cumplimiento de tres exigencias esenciales, a saber: que el ausente haya sido regularmente citado, de preferencia en su propia persona o a domicilio; que el día y hora previstos, este no se apersone; o que, si fuera el caso, ya presente en el juzgado, se resista a contestar sobre hechos de su pleno conocimiento, en especial aspectos neurálgicos o de particular interés para el tribunal.


Lo segundo es tomar en cuenta que el objeto del precepto es sortear posturas obstructivas o de mala fe, no volcar la cólera de un juez obtuso sobre un litigante de pocas luces, acaso entrampado en sus propias limitaciones. De ahí que se requiera un plus de prudencia para que cuando la prueba concurrente desmienta objetivamente la orientación natural de la presunción de confesión en contra del pleiteante silente, el juzgador se abstenga de utilizarla. Después de todo, “el valor de la ficción no puede ser mayor que la realidad y nada obsta para que el perjudicado la destruya mediante prueba en contrario” (Vallejos, 2007, p. 156). El uso irracional del instituto no debe, bajo ningún concepto, conducir a un voluntarismo irreflexivo que atropelle el sentido de justicia, la lógica y la razón.


Mucho se ha discutido, empero, sobre la compatibilidad o no de atribuir consecuencias adversas al silencio de las partes con la garantía constitucional referida al debido proceso y, en particular, al ejercicio de la defensa. Hay quienes postulan que el art. 72 de la L. 834-78 es inconstitucional porque propicia una situación de desequilibrio y desigualdad en perjuicio del absentista o del silente, lo que limita, de cara al contencioso, sus posibilidades de defenderse y porque, además, el texto en cuestión violenta, según se afirma, el art. 69.6 de la carta magna dominicana, contentivo del derecho a la no autoincriminación.


Vayamos, sin embargo, por partes. No hay que olvidar que, como ha sido juzgado por la Corte de Casación francesa, la circunstancia de que se ordene una comparecencia personal no quita que los jueces basen su decisión en otros factores probatorios también suministrados al proceso. Ello quiere decir que los virtuales efectos, perniciosos para la parte que no se apersone o que estando presente se niegue a responder al interrogatorio, son potencialmente desmontables en el período de instrucción o de producción de pruebas; que la aplicación de la presunción de confesión o asentimiento, amén de que es opcional para el juez, no es mecánica o irreflexiva, toda vez que admite la prueba en contrario.


Nada impide entonces que la parte en falta, luego de celebrada la medida y precluida esa etapa, se defienda por órgano de su abogado y desmonte la propensión de la presunción que, en principio, juega en su contra. A fin de cuentas, ni la instancia ni el litigio terminan en esa audiencia fijada para la comparecencia personal de las partes a la que, por alguna razón, alguien no asiste o, ya en ella, decide guardar silencio, pero como la carga de la prueba se invierte, le corresponderá a él, eso sí, probar que el espíritu de la suposición no es exacto y que las alegaciones de su adversario no se compadecen con la verdad material; que son inexactas, infundadas o ineficaces. Tratándose, incluso, de la tribuna demandada, está todavía facultada para promover ciertos incidentes tendentes a aniquilar el apoderamiento o el derecho a accionar del demandante, sin siquiera debatir sobre el fondo de la pretensión original.


Así las cosas, no parece que la disertación del art. 72 sea irrazonable o que concite un privilegio más allá de la intención del legislador de evitar un atascadero o una situación de probable indefinición. El peligro y la ineludible inconstitucionalidad sí persistirían ante el influjo de una presunción irrefragable tras el discurso del texto –que no es el caso– que dejara al tribunal y al propio litigante afectado sin opciones, especialmente cuando el grueso de la prueba, ya calibrada, condujera a una solución favorable a los intereses de este último. Lo de la consideración del silencio o del absentismo como un principio de prueba por escrito, muy típico del derecho francés, trae aparejado el requisito de añadir a la fórmula condenatoria, para completar la eficacia del mero indicio, otro u otros procedimientos de prueba, sean estos perfectos o imperfectos. La incorporación del principio de prueba es, en la especie, una garantía de reforzamiento que obliga al juez a no partir de ligero y a robustecer la fuerza precaria de la presunción con un suplemento, así sea un testimonio, un documento, un informe pericial o una comprobación directa.


Para la doctrina clásica, el despliegue del art. 72 de la L. 834-78, recogido antaño en una ley del 23 de mayo de 1942 que en su día modificó el Código de Procedimiento Civil francés, amplía considerablemente el ámbito del principio de prueba por escrito instituido en el art. 1347 del Código Civil: “ya no es imprescindible un documento, puesto que el tribunal cuenta con grandes poderes para hacer que ese principio de prueba surja de la comparecencia personal de las partes” (Mazeaud, 1959, p. 581).


El hecho de que el juez “pueda” suponer o deducir una confesión a partir de la conducta reticente de una parte, de su negativa a hacerse interrogar, su inseguridad al hablar, sus contradicciones, etc., pasa por la obligación de que el resultado de la medida de comparecencia personal, al menos en nuestro sistema procesal, se tenga como un principio de prueba por escrito, con todas sus implicaciones. No por casualidad la disposición se refiere a que el juez “puede” –siempre es potestativo– “sacar cualquier consecuencia… de las declaraciones de las partes, de la ausencia o de la negativa a responder… y considerar esta como equivalente a un principio de prueba por escrito”.


El uso de la conjunción copulativa “y”, que es inclusiva, revela claramente la intención del legislador de que no solo baste con un ejercicio deductivo o de presumir en contra del rebelde tomando como punto de apoyo su propia postura o su cerrazón, sino que habrá también la necesidad de asumir aquel comportamiento como un comienzo de prueba, lo que, a su vez, pone al tribunal, como decíamos, frente al reto de hallar un complemento armónico que rescate el honor de la administración de justicia y cubra cualquier laguna. Es decir que el solo juego de la presunción no es suficiente ni ella se basta por sí misma.


La colocación de estos candados persuade de que la redacción del art. 72 de la L. 834-78 no infringe el debido proceso ni es contraria a la Constitución. El principio de no autoincriminación, uno de los baluartes más firmes del derecho procesal penal clásico, recogido en el art. 95.6 del Código Procesal Penal, así como en el art. 69.6 de la propia Constitución, no tiene resonancia en lo civil ni es extensivo, con toda su crudeza y su fuerte carga emotiva, al proceso privado en general. El alcance de la garantía del art. 69.6 de la Constitución se limita al derecho público, en particular al proceso represivo.


Tras el derecho reconocido al imputado de guardar silencio, en materia penal late la intención de prevenir la obtención de confesiones bajo tortura. Si se examinan las actas levantadas con ocasión de los trabajos de la Asamblea Nacional de 2010, en concreto el acta núm. 10, correspondiente al día 2 de febrero de 2010, puede advertirse el desarrollo penal de los debates escenificados en el foro legislativo en torno a lo que, en ese entonces, era el art. 58 del proyecto de reforma remitido por el Poder Ejecutivo y que posteriormente se convertiría en el art. 69 de la actual Constitución.


De hecho, conforme queda registrado en la citada acta núm. 10, de fecha 2 de febrero de 2010, el asambleísta por la provincia de Santiago, José Ricardo Taveras Blanco proponía añadir al ordinal 6º del art. 58 un injerto que dijera lo siguiente:


[N]o obstante, en investigaciones vinculadas al tráfico ilícito de estupefacientes o sustancias psicotrópicas, lavado de activos y otras infracciones vinculadas a la delincuencia organizada transnacional, las personas están obligadas a facilitar los datos que acrediten el origen lícito de su patrimonio.


Asimismo, el asambleísta Julio César Horton Espinal (Congreso Nacional, 2010) sugería incorporar al inciso lo que se indica a continuación:


[T]odo imputado tiene derecho a guardar silencio, el ejercicio de este derecho no puede ser considerado como una admisión de los hechos o indicios de culpabilidad ni puede ser valorado en su contra”. En la votación sobre el particular, la moción fue rechazada 120 contra 52, de modo que el contenido original de la propuesta quedó igual, tal cual nos llegaría más tarde en el apartado 6to. del art. 69, con apenas un renglón: nadie podrá ser obligado a declarar contra sí mismo.


Desde siempre, pues, el principio de no autoincriminación ha tenido en la República Dominicana una lectura deliberadamente penal. Las discusiones que sobre él se escenificaron en la Asamblea Constitucional de 2010 así lo confirman. La intención del legislador jamás ha sido trasponerlo al derecho privado, mucho menos al proceso civil, discusión que ha quedado zanjada desde hace tiempo en Europa y en la mayoría de los países de nuestro entorno, pero que, de vez en cuando, reaparece entre nosotros con una porfía inagotable, digna de estudios freudianos.

CONCLUSIONES

La presunción de confesión del art. 72 de la L. 834-78, atenuada con la equivalencia del silencio o las respuestas esquivas al instituto del comienzo de prueba por escrito, no menoscaba, en lo absoluto, el núcleo esencial del derecho de defensa ni entra en conflicto con el principio de no autoincriminación; primero, porque la aludida presunción, aparte de que es prescindible y facultativa para el juez, cede ante la prueba en contrario y siempre puede ser desvirtuada en función de los demás elementos de convicción aportados al proceso; y segundo, porque la “no autoincriminación” es una garantía de configuración punitiva o de naturaleza procesal penal que no forma parte del proceso civil ni de sus áreas aledañas. Al fin y al cabo, la decisión del litigante de guardar silencio no constituye una renuncia al ejercicio de su defensa y este siempre dispone de los medios para revertir cualquier efecto pernicioso que pudiera tener en su contra esa actitud, probablemente justificada en un momento dado.


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