CONFERENCIA RAZONAMIENTO JUDICIAL

Manuel Atienza

Profesor emérito de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante

Manuel Atienza

Universidad de Alicante
España

Especial
Recibido: 22 de noviembre de 2022
Aprobado: 14 de febrero de 2023

Vol. 1, núm. 23, junio 2023
ISSN (impreso): 2305-2589
ISSN (en línea): 2676-0827
Sitio web: https://saberyjusticia.enj.org

Esta conferencia fue presentada el 18 de noviembre de 2022 en el Auditorio de la Suprema Corte de Justicia de la República Dominicana por invitación de la Escuela Nacional de la Judicatura. En la exposición, el profesor propone diez tesis al reflexionar sobre los postulados vinculados al razonamiento judicial.

El profesor Atienza ha recibido múltiples doctorados honoris causa de universidades de Argentina, Ecuador y Perú. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia y de la Real Academia Asturiana de Jurisprudencia. Autor de diversas obras orientadas al derecho. Entre sus últimas publicaciones destacan: Curso de argumentación jurídica; Filosofía del derecho y transformación social; Podemos hacer más. Otra forma de pensar el derecho; Argumentación legislativa; Comentarios e incitaciones. Una defensa del postpositivismo jurídico; Una apología del derecho y otros ensayos, y Sobre la dignidad humana.

La clave de la motivación
judicial reside en que se
trate de buenas razones,
lo que supone dar cierta
prioridad a lo que antes
llamaba la concepción o la
dimensión material de la
argumentación

Manuel Atienza

ALGUNAS TESIS SOBRE EL RAZONAMIENTO JUDICIAL

En lo que sigue recojo diez tesis sobre el razonamiento judicial de carácter justificativo que he defendido en diversas publicaciones de los últimos tiempos. Se trata fundamentalmente de un ejercicio de síntesis, aunque no he dejado de aprovechar la ocasión para precisar alguna que otra cosa. En todo caso, el lector interesado en conocer más detalles puede acudir a las obras que se irán citando y en las que, como digo, este trabajo está basado.

1.
El razonamiento judicial constituye solo un tipo, aunque muy importante, de razonamiento jurídico


Se trata de una tesis obvia, pero que conviene subrayar. Hay muchísimas otras instancias en la vida jurídica, aparte de la judicial, en la que tienen lugar argumentaciones. Además, la argumentación judicial no es solo la que llevan a cabo las altas cortes de justicia: nuestros tribunales supremos y/o constitucionales. Sin embargo, lo que solemos considerar como “teoría estándar” de la argumentación jurídica, esencialmente las elaboradas por MacCormick y Alexy a finales de los años setenta del siglo pasado, se limitaron prácticamente a considerar este último campo que ciertamente constituye un aspecto muy parcial del razonamiento jurídico [1]. En consecuencia, estas teorías de la argumentación jurídica, a pesar de sus muchos méritos, dejan fuera de su objeto de estudio no solo a la argumentación de carácter no judicial (como la argumentación legislativa, la de los abogados o la de la dogmática [2]), sino también a la argumentación en materia de hechos, pues los problemas de prueba no suelen llegar hasta los tribunales supremos o constitucionales, aunque seguramente sean los más relevantes cuando se considera el conjunto de la jurisdicción.

Estamos pues ante una limitación importante y que quizás no afecte únicamente al ámbito de aplicación de la teoría. O, dicho de otra manera, los límites extensionales son también aquí límites intensionales, en el sentido de que tienen que ver con la propia concepción de la argumentación jurídica y del derecho. Me parece que esto resulta perceptible en diversas críticas que se han dirigido a la teoría estándar y, de manera muy específica, en la versión de Robert Alexy.

Una de esas críticas sostiene que la teoría de la argumentación jurídica ha partido de un concepto muy estrecho de racionalidad que no incluye la racionalidad estratégica. En opinión de Juan Ramón de Páramo [3], el enfoque argumentativo del derecho no puede dar cuenta de los procesos de toma de decisión y de resolución de conflictos antagónicos en el ámbito del derecho, puesto que en ellos no opera únicamente el discurso racional, el diálogo crítico, o sea, él piensa que en la experiencia jurídica los procesos de argumentación (en el sentido de argumentación siguiendo las reglas de la discusión racional: las sistematizadas por Alexy) suelen darse entremezclados con procesos de negociación y de mediación: la racionalidad comunicativa con la racionalidad de tipo estratégico. Ahora bien, esa crítica tiene cierta plausibilidad dirigida contra la concepción de Alexy, pues la llamada “tesis del caso especial” significa precisamente considerar que todos los supuestos de argumentación jurídica son instancias de la argumentación práctica racional, o sea, procesos argumentativos en los que rigen esas reglas y otras específicas de la argumentación jurídica (las de la llamada “justificación interna” y “justificación externa”). Pero la crítica resulta infundada si se pretende hacer extensiva a cualquier teoría de la argumentación jurídica. En mi opinión, una teoría realista (menos idealizada que la de Alexy) y razonablemente satisfactoria de la argumentación jurídica tiene que incluir (incluye de hecho) otros tipos de diálogo (de argumentación) aparte del diálogo crítico, entre otras cosas porque no se centra en exclusiva en las argumentaciones que llevan a cabo los tribunales supremos y constitucionales.

Algo parecido podría decirse de la acusación que, por ejemplo, Enrique Haba [4] ha dirigido a la teoría estándar en el sentido de que esta incurriría en una seria deformación ideológica. Tal y como este autor lo formula, una concepción de la argumentación jurídica como la de Alexy ofrece una visión idealizada, “embellecida”, de la realidad jurídica (argumentativa), pues el modelo alexiano, aparentemente descriptivo de cómo de hecho se argumenta en el derecho, esconde en realidad una gruesa exageración: no es una descripción, sino una idealización (pero disimulada) de las prácticas argumentativas en el derecho. El éxito que las teorías argumentativas han tenido entre los jueces y los juristas, en general, se explicaría precisamente porque estas constituyen un ejemplo de “ideología gremial”: es muy comprensible que los jueces y, en general, los juristas estén dispuestos a acoger con entusiasmo teorías que presentan la jurisdicción y la práctica del derecho como actividades arquetípicas de la racionalidad discursiva. También en este caso cabría decir que la crítica contiene algunos granos de verdad o que, al menos, es útil en cuanto supone una llamada de atención frente a los riesgos de deformación ideológica en que puede caer un enfoque argumentativo del derecho. Pero esos riesgos, de nuevo, parecen estar bastante vinculados con una visión del derecho y de la argumentación jurídica circunscrita a una pequeña parte de la experiencia jurídica.

En fin, la crítica contra la llamada “tesis del caso especial” (esta última, como se sabe, constituye el núcleo de la concepción de la argumentación jurídica de Alexy) tiene también mucho que ver con la reducción que este autor hace de la argumentación jurídica que llevan a cabo los tribunales supremos y constitucionales y quizás también los juristas cultivadores de la dogmática. Si se restringe a este ámbito la argumentación jurídica, la tesis alexiana, aunque quizás no sea del todo satisfactoria, parece plausible: por lo menos, cabría decir que para los jueces y los cultivadores de la dogmática las reglas del discurso práctico racional tendrían que operar como una especie de ideal regulativo. Pero lo que no resulta ya fácil de aceptar es que la argumentación jurídica, tomada en toda su extensión, sea un caso especial de la argumentación práctica general [5] . Es bastante obvio, yo diría, que, por poner un ejemplo, la obligación de sinceridad no rige (no podría operar ni siquiera como un ideal regulativo) en el caso de la argumentación de los abogados o de la argumentación legislativa (la que tiene lugar en contextos de confrontación política). Simplemente, estas últimas son instancias distintas a la(s) judicial(es) y regidas por reglas que no son del todo coincidentes con aquella.

La argumentación jurídica (entendida en ese sentido amplio) es una práctica compleja en la que concurren muy diversos tipos de diálogo y donde, dependiendo del contexto de que se trate, las reglas del diálogo racional no juegan siempre, exactamente, el mismo papel. Para decirlo de manera más precisa. El discurso práctico racional (el discurso crítico) debería tener (desde la perspectiva de una teoría general de la argumentación jurídica) cierta prioridad sobre los otros discursos, los de carácter estratégico. Pero me parece que hay una forma de lograr esto (una cierta unidad en la diversidad) que no es exactamente la que propone Alexy. En mi opinión, se necesita mostrar que el diálogo práctico racional permite justificar la existencia de esas otras formas de argumentación: el discurso predominantemente estratégico de los abogados, los legisladores, los negociadores, etc., aunque estas últimas formas no sean especies de ese género. Se trata, como digo, de una tesis distinta a la de Alexy porque no supone ninguna idealización de la práctica jurídica. Alexy (y muchos teóricos que le han seguido en esto) viene a sostener (y creo interpretarle bien) que las reglas del discurso práctico racional definen una especie de superjuego que contiene ―de forma muy abstracta― las reglas de todos los otros juegos (jurídicos) argumentativos, cada uno de los cuales estaría regido, además, por algunas reglas específicas adicionales y compatibles con las del discurso práctico general. Mientras que lo que yo defiendo es que algunas de las reglas de esos otros juegos argumentativos (por ejemplo, la no obligación de sinceridad en relación con la argumentación de los abogados) contradicen las del discurso práctico racional, aunque puedan tener una justificación en ese mismo tipo de discurso: pero se trata de niveles de discurso distintos. En definitiva, no es una relación de género a especie, sino una relación de un tipo distinto (de justificación).

2.
El razonamiento judicial, el que se expresa en las motivaciones de las sentencias, tiene esencialmente un carácter justificativo


La diferencia entre las razones explicativas y las justificativas, o bien, entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación tiene, sin duda, una gran importancia y es un presupuesto básico de la teoría estándar de la argumentación jurídica, la cual se sitúa exclusivamente en este segundo plano. O sea, el propósito de autores, como MacCormick, Aarnio, Peczenik, Alexy, etc., no ha sido estudiar cómo se toman o cómo se deberían tomar las decisiones judiciales, sino cómo se deben justificar esas decisiones, partiendo en cierto modo de cómo se justifican, puesto que todas esas teorías tienen un propósito fundamentalmente reconstructivo.

Como digo, la distinción entre esos dos contextos tiene su importancia y su interés: Ha servido, por ejemplo [6], para poner de manifiesto la confusión en la que incurren algunos autores realistas en su crítica a la teoría del silogismo judicial: una teoría esta última que no es exactamente falsa, sino insuficiente: la forma silogística (con los matices a los que luego me referiré) es un componente necesario, pero no suficiente, del razonamiento judicial de carácter justificativo. Y es también útil para recordarles a los jueces que lo que tienen que hacer, si desean motivar adecuadamente sus decisiones, no es exactamente, como muchas veces se dice, “describir el proceso psicológico y lógico” que les ha llevado a la decisión (esas serían razones explicativas pertenecientes al contexto de descubrimiento), sino ofrecer razones que permitan considerar sus decisiones como decisiones correctas o justificadas: no tienen, en sentido estricto, que explicar, sino que justificar sus fallos.

Pero es también muy posible que la teoría estándar, al situarse exclusivamente en el contexto de justificación, haya limitado excesivamente el alcance de la teoría e incluso haya impedido una comprensión cabal del razonamiento justificativo si es que la distinción en cuestión no puede trazarse de una manera estricta: o sea, si hubiera elementos de carácter explicativo que jugaran también un papel en la justificación. Esto último es precisamente lo que parece suceder [7]. Así, en la ciencia (de la filosofía de la ciencia es de donde se tomó esa distinción) no parece que pueda hablarse de que haya una línea tajante que separe ambos contextos: no nos referimos a una propuesta como un descubrimiento si esta no ha pasado suficientes pruebas. El descubrimiento de las teorías no es una operación arbitraria o azarosa, sino que existen ciertas pautas de racionalidad que permiten hablar de “lógica del descubrimiento”, siempre que por “lógica” no se entienda sin más la lógica deductiva. Y algo parecido ocurre con las decisiones judiciales: el juez (si se trata de un juez honesto) no llega a una decisión si piensa que esta no está justificada; y existe también aquí un cierto método para la toma de decisiones que, de alguna manera, viene a integrar elementos de ambos contextos: se trata de reconstruir (y de explicitarlo en la motivación) una serie de pasos que constituyen el iter psicológico y/o sociológico que conduce a la decisión, para luego examinar si están o no justificados [8]. Dicho de otra manera, en el proceso real de la motivación judicial es imposible separar del todo el contexto del descubrimiento y el de justificación, porque las razones que explican pueden ser también razones que justifican. Más aún, como lo ha señalado Aguiló [9], las instituciones de la independencia y la imparcialidad judicial tienen el objetivo de lograr que las razones explicativas y las justificativas coincidan; el ideal de la motivación vendría a consistir precisamente en eso, y quizás de ahí las dificultades que muchos jueces manifiestan a la hora de asumir esa distinción.

Por lo demás, mi concepción de la argumentación jurídica permite, creo, comprender las limitaciones y el alcance de la distinción en cuestión. Yo parto [10] de un concepto amplio de argumentación en el que distingo tres dimensiones: formal, material y pragmática, y, dentro de la pragmática, diferencio entre un enfoque retórico y otro dialéctico. Pues bien, la distinción entre el contexto de descubrimiento y el de justificación es nítido desde la primera perspectiva, desde la lógica formal que se sitúa efectivamente en el contexto de justificación y contempla la argumentación como un resultado no como una actividad. No lo es ya desde la perspectiva material, que incorpora ciertos elementos de carácter psicológico y sociológico (por ejemplo, sentirse comprometido con la verdad o corrección de las premisas y de la conclusión) y no deja del todo fuera el proceso de la argumentación. Es sencillamente imposible de establecer desde un plano pragmático, pues aquí la argumentación es un tipo de actividad social: ciertos datos sociológicos como la aceptación por la otra parte de ciertas tesis, de ciertos puntos de partida, es condición necesaria para que pueda tener lugar un proceso argumentativo. Por lo demás, un elemento fundamental de la teoría que yo propugno es que todas esas dimensiones juegan un papel (aunque su peso varíe de un caso a otro) en todos los tipos de argumentación jurídica, incluida la justificación judicial.

3.
La distinción entre casos ( judiciales) fáciles y difíciles y, correspondientemente, entre justificación interna y justificación externa es básicamente aceptable, pero necesita ser precisada y desarrollada


los tribunales) que todos los juristas (o la mayoría, o los expertos una vez conocidos todos los detalles) resolverían de una misma manera, porque los datos normativos y los fácticos de los que depende la solución no ofrecen dudas. Justificar la decisión en relación con esos casos supone, por ello, efectuar una deducción cuyas premisas contendrían los anteriores datos y la conclusión sería un enunciado normativo singular (por ejemplo, “X debe ser condenado a la pena P”) que llevará al juez (si no quiere incurrir en una contradicción pragmática) a decidir condenar a X a la pena P. Pero hay también una cierta cantidad de casos (muchos de ellos son precisamente los que llegan ante los tribunales superiores, o sea, los que son recurridos) en los que las premisas normativas y/o las fácticas presentan dudas de diversos tipos, lo cual hace que los juristas discrepen entre sí en cuanto a su solución. Justificar entonces una decisión en estos últimos casos significa no únicamente llevar a cabo la anterior deducción (la justificación interna), sino también otros procesos de razonamiento encaminados a justificar las premisas normativas y/o fácticas (la justificación externa).

Ahora bien, en primer lugar, es obvio que la distinción entre casos fáciles y difíciles, además de generar supuestos de la penumbra, no tiene tampoco, por así decirlo, un carácter ontológico. O sea, no se trata de que haya casos que en sí mismos considerados sean fáciles y otros difíciles. Esa calificación depende de muchos factores que cambian con el contexto, de manera que un tipo de caso que viene siendo considerado fácil por la comunidad jurídica puede cambiar de estatus como consecuencia de una crisis económica o social que de alguna manera le afecte, o simplemente porque alguien ha identificado alguna circunstancia que no había sido considerada relevante hasta entonces. Además, me parece que sería bueno enriquecer esa tipología para incluir dos nuevos tipos de casos: Unos serían los de dificultad intermedia (casos intermedios), o sea, aquellos que, a primera vista no son fáciles porque exigen un estudio y una deliberación más o menos arduos, pero en relación con los cuales, y una vez concluido ese proceso, se llega a una solución unánime o muy mayoritariamente aceptada por los juristas. Y otros son los que se sitúan, por así decirlo, más allá de los casos difíciles: se trata de los casos trágicos, entendiendo por tal aquellos que no simplemente sean disputados (podrían incluso no serlo), sino que suponen auténticos dilemas porque en relación con estos el sistema jurídico no provee una solución que pueda considerarse satisfactoria: no son casos con varias respuestas (posiblemente) correctas, sino casos sin solución correcta [11]

En segundo lugar, la distinción entre justificación interna y externa, introducida por Wróblewski a comienzos de los años setenta del siglo XX [12] y que enseguida adquirió carta de naturaleza, es en realidad un nuevo nombre para expresar un viejo concepto. Se trata de la noción de epiquerema, esto es, el silogismo, el razonamiento, que incluye junto a las premisas, la prueba de estas. Pues bien, la justificación externa, la justificación de las premisas, no tiene por lo general un carácter simplemente deductivo, pero eso no quiere decir que la lógica se vaya aquí de vacaciones, como algunos han interpretado. Sigue jugando, naturalmente, un papel, pero se supone que, por ejemplo, el argumento de la coherencia normativa o la inducción probatoria implican algo más que una simple deducción. Desde luego, ambos podrían representarse en forma deductiva, pero lo más característico de esos razonamientos no consiste en su “forma”. En conclusión, creo que la distinción entre justificación interna y externa habría que interpretarla en este sentido: por un lado, está el tramo final (o el esquema general) del razonamiento judicial (o de cualquier razonamiento complejo), con sus premisas últimas y su conclusión, y, por otro, el conjunto de los razonamientos empleados para establecer esas premisas finales o definitivas.

Pero resulta, en tercer lugar, que ese tramo final del argumento justificativo judicial no tiene siempre (aunque sí en la mayor parte de las ocasiones) la forma del famoso silogismo subsuntivo. Adopta esa forma cuando la regla que controla el caso es de acción. Pero en ocasiones la premisa normativa de ese esquema final o general puede estar configurada por una regla de fin o por un principio. De manera que el razonamiento judicial de carácter justificativo tiene tres formas de “justificación interna”: el silogismo subsuntivo; el silogismo práctico o finalista, si se trata de una regla de fin (cuyo esquema sería: “Se debe obtener el fin F; sólo si se realiza M se puede obtener F; por lo tanto, se debe realizar M”)[13], y la ponderación, si se trata de principios.

4.
Motivar una decisión judicial consiste en ofrecer buenas razones organizadas en la forma adecuada para que sea posible la persuasión

La clave de la motivación judicial reside en que se trate de buenas razones, lo que supone dar cierta prioridad a lo que antes llamaba la concepción o la dimensión material de la argumentación. Significa que las premisas de tipo fáctico tienen que ser verdaderas o, mejor dicho, deben tener el grado de probabilidad exigido por el estándar de prueba correspondiente, y tienen que cumplir con el resto de los requisitos fijados por el derecho probatorio. Las premisas normativas tienen que ser correctas, esto es, y según el tipo concreto de problema de que se trate, han de cumplir los criterios de validez, interpretación, etc., establecidos en el sistema.

Para que pueda hablarse de que existe motivación, las razones tienen que revestir un mínimo grado de explicitud y cumplir con algunos requisitos muy básicos. Pero diferente del concepto de motivación suficiente (para entender que se ha cumplido con el deber jurídico de motivar) es el de motivación correcta; este último hace referencia fundamentalmente a la bondad, a la calidad, de las razones. Casi siempre que un tribunal acepta el recurso presentado contra una decisión de otro órgano es porque, aun considerando que la decisión estuvo motivada, sin embargo, entiende que no estuvo bien motivada, esto es, que contiene algún error en la valoración de la prueba, en la interpretación del material normativo, etc. [14]

La presentación en términos formalmente adecuados de las razones hace referencia, esencialmente, a la forma lógica. Una (buena) motivación debe tener una forma lógica reconocible lo que, como se ha dicho, va más allá de la llamada justificación interna: en la justificación externa también debe ser posible reconocer las formas de argumento utilizadas. Es obvio que una motivación puede ser defectuosa por razones formales, pero es raro que esos defectos consistan, en sentido estricto, en la comisión de errores de tipo lógico. Con las reglas de la lógica ocurre como con las de la gramática: uno puede no ser muy consciente de ellas, pero, sin embargo, cumplirlas de manera más o menos espontánea. Ello es así porque los aparentes incumplimientos resultan muchas veces salvables recurriendo a la interpretación (con lo que se evita pensar que hay contradicción cuando en una sentencia se afirman dos enunciados que serían entre sí incompatibles si se entendiesen en sentido literal) o suponiendo la existencia de premisas implícitas (lo que evitaría, por ejemplo, pensar que en la motivación se ha incurrido en un non sequitur) [15] . Todo lo cual no ha de llevar a pensar que la lógica no es aquí importante: lo es, pero no tanto para evitar errores de razonamiento como para dar claridad a la argumentación.

Finalmente, la persuasión es el efecto que una buena motivación debe producir. De ahí que un manejo adecuado de los elementos retóricos en la sentencia tenga una gran importancia. Pero una buena argumentación es aquella que debería persuadir, aunque de hecho no lo logre. Aquí ocurre como con la medicina: una buena actuación médica es la que pone todos los medios disponibles para curar al paciente, aunque de hecho no alcance ese fin.

5.
Una argumentación ( justificación) judicial es un proceso que comienza con el planteamiento de un problema (casi siempre bivalente) y termina con una solución a este que se resuelve también con un “sí” o un “no”: se absuelve o se condena; se declara la constitucionalidad o la no constitucionalidad de un artículo de una ley; se acepta o no se acepta (o se acepta en tal aspecto, pero no en tal otro) el recurso de una de las partes del proceso; etc. [16]

Es importante darse cuenta de que una argumentación no consiste únicamente en argumentos; entre el punto inicial y el final se produce toda una sucesión de actos lingüísticos (la argumentación puede verse como un acto de lenguaje complejo) que puede consistir, además de en dar razones a favor o en contra de una tesis, en narrar hechos, en hacer suposiciones, en plantearse preguntas, etc. En todo ese entramado tiene una especial importancia la cuestión o las cuestiones de la(s) que depende fundamentalmente la solución del problema inicial y que hacen que se trate realmente de un caso difícil. Una tipología conocida de casos difíciles que se podría extender también a los que hemos llamado “intermedios” (y que de alguna forma ―seguramente inconsciente― sigue la tradición retórica de lo que se llamó doctrina de los “estados de causa”) es la presentada

por MacCormick, que distingue entre cuestiones concernientes a la premisa normativa (de relevancia y de interpretación) o bien a la premisa fáctica (de prueba o de calificación). Pero yo creo que esta debe ser enriquecida para superar su anclaje en la teoría del silogismo (él la llama la justificación de primer nivel, que es otra forma de referirse a la justificación interna) que, tal y como él la entiende, tendría como premisa normativa una regla de acción de derecho sustantivo. En mi opinión, resulta útil distinguir estos ocho tipos de cuestiones (que no son excluyentes entre sí) que determinan la necesidad de argumentar (de argumentar en relación con la justificación externa): procesales (la premisa mayor no es una norma sustantiva, sino de carácter procesal: un tipo de norma constitutiva); de prueba; de calificación; de aplicabilidad (correspondientes a las que MacCormick llama de relevancia); de validez (si una norma o un acto cumplen con los requisitos para ser considerados válidos); de interpretación; de discrecionalidad (la premisa última es una norma de fin, no de acción), y de ponderación (no hay regla aplicable, sino principios).

por MacCormick, que distingue entre cuestiones concernientes a la premisa normativa (de relevancia y de interpretación) o bien a la premisa fáctica (de prueba o de calificación). Pero yo creo que esta debe ser enriquecida para superar su anclaje en la teoría del silogismo (él la llama la justificación de primer nivel, que es otra forma de referirse a la justificación interna) que, tal y como él la entiende, tendría como premisa normativa una regla de acción de derecho sustantivo. En mi opinión, resulta útil distinguir estos ocho tipos de cuestiones (que no son excluyentes entre sí) que determinan la necesidad de argumentar (de argumentar en relación con la justificación externa): procesales (la premisa mayor no es una norma sustantiva, sino de carácter procesal: un tipo de norma constitutiva); de prueba; de calificación; de aplicabilidad (correspondientes a las que MacCormick llama de relevancia); de validez (si una norma o un acto cumplen con los requisitos para ser considerados válidos); de interpretación; de discrecionalidad (la premisa última es una norma de fin, no de acción), y de ponderación (no hay regla aplicable, sino principios).

Una motivación judicial completa debería contener los siguientes extremos: 1) la narración de los hechos del casos; 2) la identificación del problema o de los problemas iniciales; 3) la identificación de la cuestión o de las cuestiones de las que depende la solución de cada uno de los problemas; 4) la respuesta a cada una de las cuestiones; 5) las razones (los argumentos) a favor de esas respuestas y, eventualmente, las razones para no suscribir otras posibles respuestas; 6) la solución del problema inicial, y 7) la decisión.

6.
En materia de prueba, el papel de la teoría de la argumentación jurídica consiste fundamentalmente en aclarar nociones básicas y en advertir sobre la comisión de una serie de errores frecuentes

El primero de esos errores, naturalmente, es haber descuidado la importancia que tiene ese tipo de cuestiones cuando se considera el conjunto de la actividad jurisdiccional en cualquier país [17]. Esa dejación afecta sobre todo a los países de cultura más formalista en los que, hasta hace poco, se pensaba que, simplemente, las cuestiones de hecho no necesitaban ser motivadas. Un reflejo de lo cual se advierte todavía en la práctica (por ejemplo, en España) de incluir los razonamientos sobre los hechos en el apartado de la sentencia reservado a los “fundamentos de derecho”. Pero, por lo demás, podría decirse que la “laguna” en la que, en este aspecto, incurrió la teoría estándar de la argumentación jurídica está hoy ya cubierta por un buen número de trabajos de los últimos tiempos debido sobre todo a teóricos del derecho y ampliamente coincidentes entre sí [18]. Conviene, de todas formas, no olvidar que ese déficit tiene mucho que ver con el normativismo jurídico: con la propensión a ver el derecho únicamente como un conjunto de normas en lugar de como una práctica compleja guiada por fines y valores (que, naturalmente, no son ajenos a las normas).

Hay un amplio acuerdo en pensar que el tipo de razonamiento que el juez lleva a cabo en relación con los hechos tiene la forma de una inducción, o sea, que el paso de las premisas a la conclusión no tiene un carácter necesario (como ocurre con los argumentos deductivos) sino meramente probable (en el sentido de probabilidad cualitativa, lógica, no de probabilidad cuantitativa, estadística). Pero conviene también precisar que esa manera de abordar el razonamiento probatorio no tiene por sí misma demasiada importancia. Entre otras cosas, porque cualquier argumento inductivo puede, trivialmente, convertirse en deductivo: si se le agrega una premisa de la forma adecuada; de manera que la forma, el esquema, del argumento podría verse, sin que eso cambiara mucho las cosas, en términos de inducción o deducción. En todo caso, porque no se puede olvidar que las anteriores definiciones de inducción y deducción (que son las habituales), según que el paso de las premisas a la conclusión tenga o no carácter necesario, están trazada desde una perspectiva puramente formal, de manera que no dicen nada en relación con el valor “epistemológico” del argumento en cuestión o, mejor aún, de la conclusión de este. O sea, es perfectamente posible que un argumento de forma inductiva, y con premisas sólidas, nos lleve a una conclusión que tenga un mayor grado de certeza (de certeza material) que otro de forma deductiva, pero que parta de premisas dudosas [19].

Tampoco creo que deba dársele demasiada importancia a la posibilidad de interpretar una parte del razonamiento sobre los hechos (o incluso todo él) como un razonamiento abductivo: como se sabe, los argumentos dirigidos a construir una hipótesis (por ejemplo, la de que el autor del robo ―cometido en tales y cuales circunstancias― fue X o la de que la inmensa mayoría de los lectores de este texto no necesitarían de la anterior aclaración sobre qué es una abducción). Sin duda, resulta interesante en la medida en que con ello se subraya el elemento dinámico del razonamiento (verlo como una actividad, no como un resultado) y su carácter derrotable o revisable (pasar a pensar, como consecuencia de una nueva prueba, que el autor del robo no había sido X, sino Y); y lleva también a efectuar una comparación, que puede ser fructífera, del razonamiento judicial con el del detective, el historiador o el médico que efectúa un diagnóstico. Pero, en realidad, nada de esto parece ser muy novedoso, sino que, más bien, se trata de traducir a un lenguaje nuevo cosas bastante sabidas. O sea, no me parece que la abducción sea otra cosa que un tipo de inducción: la inducción en un contexto heurístico y considerada no como un resultado, sino como una actividad, en el transcurso de la cual la conclusión puede ser revisada como consecuencia de la aparición de nuevas informaciones, de nuevas premisas [20]. De manera que lo verdaderamente importante en el razonamiento probatorio no es la forma del argumento, sino la naturaleza de las premisas, esto es, el tipo de enunciados que las componen y los criterios que cabe utilizar para la evaluación de la inferencia. Algo, por otro lado, característico de cualquier inducción; como ha escrito Black, en una inducción son fundamentales factores como la relevancia, el peso, el buen juicio, etc. “[...] pedir a alguien que se forme un juicio inductivo sobre un esquema de argumento, presentado en toda su desnudez de símbolos abstractos, es como pedir a un connaisseur que evalúe un cuadro imaginario” [21]. En este sentido, lo que resulta crucial en el razonamiento probatorio es tomar conciencia de las debilidades y fortalezas que cabe atribuir a cada uno de los medios de prueba (testimonio de testigos, prueba pericial, etc.) de los que dependen los hechos probatorios enunciados en las premisas de carácter individual; de la necesidad de contar con un enunciado general (una máxima de experiencia) al que, por razones materiales, no formales (según se trate de una generalización válida, de una cuasigeneralización, etc.) [22], habría que otorgarle un mayor o menor peso; o de la existencia de una variedad de enunciados que exigen tratamientos diferenciados: según afirmen, por ejemplo, la existencia de un hecho externo o un hecho psicológico, se refieran a hechos determinados valorativamente (“razonable”, “normal”), etcétera.

La argumentación en materia de hechos es, sin duda, una de las instancias de la vida del derecho en la que se hace más patente la necesidad de apertura hacia el conocimiento científico (hacia las ciencias empíricas). Así, es natural que los criterios que suelen usarse para justificar las inducciones científicas sean en principio de aplicación a la inducción probatoria. Pero no puede olvidarse tampoco que entre ambos campos existen diferencias considerables. Una de ellas es que la conclusión de una inferencia probatoria es un enunciado que afirma que en el pasado se ha producido tal hecho, de manera que la analogía tendría que trazarse no tanto con lo que se ha llamado ciencias nomotéticas (que establecen leyes generales), sino con las ciencias idiográficas, orientadas hacia lo concreto y lo individual (las ciencias históricas). Y otra, la más importante, es que los presupuestos que presiden el razonamiento probatorio del juez no son únicamente de carácter teórico, cognoscitivo (el objetivo no es simplemente conocer lo que ocurrió), sino también práctico. Es obvio que la presunción de inocencia o la prohibición de tomar en consideración las pruebas ilícitamente obtenidas no son tanto (o no solo) garantías de carácter epistemológico como (o también) de carácter práctico: no están dirigidas (o no lo están centralmente) a incrementar la probabilidad de alcanzar la verdad, sino a evitar resultados que se consideran (y con toda razón) como indeseables: castigar a un inocente (lo que se quiere evitar aunque la presunción de inocencia suponga también no castigar a muchos culpables) o que la policía, la fiscalía, etc., incurran en comportamientos atentatorios de los derechos de los individuos (lo que ocurriría si no hubiese límites estrictos en cuanto a cómo obtener las pruebas).

En definitiva, a propósito del razonamiento probatorio (como ocurre en general con el razonamiento jurídico), es esencial tener en cuenta el marco institucional. El razonamiento probatorio del juez no es (o no del todo) un caso especial de diálogo racional de carácter teórico o teórico-práctico, por más que la verdad sea, por supuesto, un valor fundamental del proceso (pero no el único). Y menos aún puede considerarse la argumentación en materia de prueba en términos de ese tipo de diálogo si en lugar de situarnos en la perspectiva del juez nos pusiéramos en la del abogado. Es bastante obvio, por ejemplo, que el interrogatorio de testigos que llevan a cabo los abogados es un tipo de diálogo que se aleja mucho del diálogo racional. Como decía al comienzo, pretender que la argumentación jurídica, en todas sus instancias, es un caso especial del discurso racional presupone una concepción idealizada, por no decir directamente falsa, de la práctica jurídica.

7.
En un sentido amplio de la expresión (el de la tradición hermenéutica) toda la práctica del derecho tiene un carácter interpretativo. Pero lo que los juristas suelen entender por problema de interpretación es un tipo específico de cuestión cuya solución requiere de diversas formas y técnicas de razonamiento necesariamente presididas por una teoría no solo general, sino también normativa del derecho [23]

El carácter genéricamente interpretativo de la práctica jurídica es una consecuencia de que el derecho no sea una realidad natural, sino una actividad humana, cuyo sentido no puede captarse si nos situáramos en una perspectiva completamente ajena a la de los participantes en esa práctica. Ocurre como con cualquier otra actividad, por ejemplo, un juego, cuyos movimientos no podríamos entender si prescindiéramos del propósito de este, de las reglas que lo rigen, etc. Los “hechos” (la realidad) del derecho son por ello siempre, en alguna medida, hechos interpretados, entendidos desde la perspectiva de esa institución.

Pero, además, la materia prima del derecho es, en buena medida, lingüística, y eso plantea un particular problema de interpretación. O sea, un fragmento lingüístico tiene siempre que ser entendido (interpretado en el sentido amplio de la expresión), pero esto puede ocurrir de manera espontánea o bien (cuando surge alguna duda) merced a un procedimiento que es a lo que cabe llamar interpretación en un sentido más estricto. Así entendida, una cuestión interpretativa no tiene necesariamente un carácter normativo, puesto que la duda puede surgir, por ejemplo, en relación con la declaración (escrita u oral) de un testigo o en relación con cualquier documento que pueda resultar relevante para el derecho. Entre las cuestiones de prueba y las cuestiones de interpretación no puede establecerse, por lo tanto, una separación tajante.

En su sentido más estricto, una cuestión interpretativa surge cuando se tiene una duda de comprensión en relación con un texto normativo. La estructura del problema es simple: en un determinado texto hay una expresión (una palabra o una oración) que puede entenderse en más de un sentido y se necesita optar por uno de ellos; simplificando, en favor de S1 o de S2. En un argumento (judicial) interpretativo cabe distinguir entonces (podría considerarse como su “justificación interna”) tres elementos: 1) el enunciado a interpretar, 2) el enunciado interpretativo y 3) el enunciado interpretado; este último se sigue deductivamente como conclusión de los dos anteriores, que funcionan como premisas. Para resolver el problema se necesita argumentar a favor de tal enunciado interpretativo (de la premisa 2), puesto que 1) está, por así decirlo, ya dada), y esto podría denominarse “justificación externa” del argumento interpretativo. Por ejemplo:

  1. Todos tienen derecho a la vida (art. 15 de la CE).
  2. “Todos”, a los efectos de este artículo, significa todos los nacidos.
  3. Por lo tanto, todos los nacidos tienen derecho a la vida.
Y la “justificación externa” de 2) consistirá en un argumento más o menos complejo en el que se habrán utilizado diversos “cánones interpretativos” que pueden referirse al significado literal de “todos”, a la intención que tuvo el autor del texto al usar esa expresión, etcétera.

Dado que una cuestión interpretativa surge en relación con un texto (normativo), lo que origina una duda interpretativa tiene que ser algún tipo de dificultad conectada con la redacción de ese texto. O sea, la teoría de la interpretación es, en cierto modo, el revés de la teoría de la legislación [24]. Por eso, yo creo que las dudas interpretativas (las subcuestiones interpretativas) pueden clasificarse en cinco apartados, cada uno de ellos conectado con el correspondiente nivel de racionalidad legislativa. O sea, lo que hace que el significado de un texto resulte dudoso puede ser alguno de los siguientes factores (o una combinación de ellos)[25]: 1) el autor del texto ha empleado alguna expresión imprecisa (problemas de ambigüedad o de vaguedad); 2) no es obvio cómo ha de articularse ese texto con otros ya existentes (problemas de lagunas y de contradicciones); 3) no es obvio cuál es el alcance de la intención del autor (la relación entre lo dicho ― lo escrito― y lo que se quiso decir); 4) es problemática la relación existente entre el texto y las finalidades y propósitos para los que este debe servir (con relativa independencia de lo que haya querido el autor), y 5) es dudoso cómo debe entenderse el texto de manera que sea compatible con los valores del ordenamiento.

A partir de aquí, los cánones o reglas interpretativos podrían clasificarse según su función sea la de resolver una u otra de las anteriores dudas, pero esto no tiene demasiada importancia, e incluso puede ser un inconveniente empeñarse en presentar de manera muy sistemática una materia que solo admite un tratamiento del tipo de lo que Vaz Ferreira llamaba un “pensar por ideas para tener en cuenta”26. Lo que importa es darse cuenta de que todas esas reglas operan como la premisa mayor (o, en la terminología de Toulmin [27], como la garantía) de la diversidad de “argumentos interpretativos” que los juristas utilizan en lo que antes habíamos llamado la justificación interna del argumento interpretativo, tomado en su conjunto.

Ahora bien, todos los argumentos interpretativos (el argumento a contrario, a simili, a fortiori, ad absurdum, etc.) constituyen técnicas que, naturalmente, cabe usar con uno u otro propósito y presentan también ciertas dificultades típicas. Por ejemplo, la analogía permite ampliar el significado de una expresión, pero su uso supone que el caso en principio no previsto es esencialmente semejante al previsto y de ahí derivan una serie de estrategias argumentativas (con un importante ingrediente retórico) a utilizar. Pero la cosa no puede quedarse ahí, entre otras razones porque lo normal es que para resolver un problema pueda usarse, en principio, más de una técnica argumentativa (canon interpretativo), de manera que es necesario dar prioridad a alguno de esos criterios, lo que nos lleva a remontarnos a alguna teoría de la interpretación. O sea, una teoría de la interpretación jurídica (como parte de la teoría de la argumentación jurídica) no puede ser simplemente descriptiva e instrumental. Debe tener también un componente normativo, tiene que servir como guía para la práctica y eso solo puede lograrse si se parte de alguna concepción del derecho que incorpore elementos de filosofía moral y política. Básicamente, se necesita partir de un modelo constructivo de interpretación, más o menos con las características del de Dworkin, en el que se articulan dos componentes básicos: el objetivo de mejorar la práctica del derecho (que es la respuesta a la pregunta de para qué interpretar, y la necesidad de respetar los límites autoritativos que son definitorios de esa práctica (que puede verse como una contestación a la pregunta de por qué hay que interpretar en el derecho).

8.
A pesar de toda la polémica que rodea la ponderación, hay ya disponible todo un arsenal conceptual que constituye una especie de sentido común jurídico que los jueces deberían suscribir. Básicamente, se trata de entender que la ponderación es un procedimiento argumentativo estructurado en dos fases, al que es inevitable recurrir en ciertos casos y en relación con el cual es posible fijar ciertas pautas de racionalidad que lo alejan de la arbitrariedad [28]

En efecto, en la ponderación que lleva a cabo un órgano judicial (dejo, pues, de lado la ponderación legislativa) se pueden distinguir dos pasos. En el primero ―la ponderación en sentido estricto― se pasa del nivel de los principios al de las reglas: se crea, por tanto, una nueva regla no existente anteriormente en el sistema de que se trate. Luego, en un segundo paso, se parte de la regla creada y se subsume en ella el caso por resolver. Lo que podría llamarse la “justificación interna” de ese primer paso es un razonamiento con dos premisas. En la primera se constata simplemente que, en relación con un determinado caso, existen dos principios (o conjuntos de principios) aplicables, cada uno de los cuales llevaría a resolver el caso en sentidos entre sí incompatibles. En la segunda premisa se establece que, dadas tales y cuales circunstancias que concurren en el caso, uno de los dos principios derrota al otro, tiene un mayor peso. Y la conclusión vendría a ser una regla general que enlaza las anteriores circunstancias con la consecuencia jurídica del principio prevaleciente: por ejemplo, si se dan las circunstancias X, Y y Z, entonces la conducta C está permitida.

Naturalmente, la dificultad de ese razonamiento radica en la segunda premisa, y aquí es precisamente donde se sitúa la famosa “fórmula del peso” ideada por Robert Alexy que vendría a ser, por lo tanto, la “justificación externa” de esa segunda premisa. Todo el mundo sabe, a estas alturas, en qué consiste esa doctrina, de manera que no hace falta volver a repetirla aquí. Lo que sí me interesa aclarar es que ese planteamiento, al menos tal y como ha sido entendido por muchos juristas (no tanto por el propio Alexy), constituye un ejemplo bastante claro de lo que Vaz Ferreira llamaba la falacia de la falsa precisión (Vaz Ferreira, 1962). Pues, como se sabe, Alexy propone atribuir un valor matemático a cada una de las variables de su fórmula y construye así una regla aritmética que crea la falsa impresión de que los problemas ponderativos pueden resolverse mediante un algoritmo, ocultando en consecuencia que la clave de la fórmula radica, como es muy obvio, en la atribución de esos valores: o sea, en determinar si la afectación a un principio es intensa, moderada o leve, etc. Sin embargo, si la construcción alexiana se entendiera de una manera sensata, lo que tendríamos sería algo así como un esquema argumentativo que incluye diversos tópicos y que nos puede resultar muy útil a la hora de construir la justificación externa de esa segunda premisa: lo que vendría a decir es que, cuando se trata de resolver conflictos entre bienes o derechos (o entre los principios que los expresan: X e Y) y tenemos que decidir si la medida M está o no justificada, necesitamos construir un tipo de argumento que contenga premisas, tales como (se podría presentar también como un conjunto de “preguntas críticas” a hacerse) “la medida M es idónea para alcanzar X”; “no hay otra medida M’ que permita satisfacer X sin lesionar Y”; “en las circunstancias del caso (o en abstracto) X pesa más ―es más importante― que Y”; etcétera.

En relación con la pregunta de cuándo un órgano judicial tiene que ponderar, la respuesta es que tiene que hacerlo cuando las reglas del sistema no proveen una respuesta adecuada a un caso (hay una laguna en el nivel de las reglas); o sea, cuando se enfrenta a un caso difícil y el juez necesita recurrir (de manera explícita), a los principios. Aquí, a su vez, es importante distinguir entre dos tipos de lagunas (insisto: de lagunas en el nivel de las reglas): las normativas, cuando no hay una regla, una pauta específica de conducta que regule el caso; y las axiológicas, cuando la regla existe, pero establece una solución axiológicamente inadecuada, de manera que, en este segundo supuesto, por así decirlo, es el aplicador o el intérprete (no el legislador) el que genera la laguna.

Pues bien, si se entiende que el derecho, el sistema jurídico, no es necesariamente completo en el nivel de las reglas, esto es, puede tener lagunas normativas, entonces no queda otra opción que aceptar que el juez (que no puede negarse a resolver un caso) tiene que hacerlo acudiendo en esos supuestos a principios, es decir, ponderando. Mientras que, en relación con las lagunas axiológicas, el juez podría resolver sin ponderar, pero correría entonces el riesgo de incurrir en formalismo, o sea, no podría cumplir, en esos casos de desajustes valorativos, con la pretensión de hacer justicia a través del derecho. Dicho de otra manera, hay ciertos casos en los que el recurso a la ponderación por parte de los jueces es simplemente inevitable (aunque no para todos los jueces: puede establecerse la regla de que, cuando un juez se encuentra frente a una situación de ese tipo, debe diferir el caso a un órgano superior). Mientras que en relación con los otros ( con los supuestos de lagunas axiológicas) habría, en mi opinión, que hacer una distinción entre tres tipos de desajustes: a) entre lo establecido en la regla y las razones subyacentes a la propia regla: los propósitos para los que se dictó; b) entre las razones subyacentes a la regla y las razones (valores y principios) del ordenamiento jurídico en su conjunto; c) entre las razones subyacentes a la regla (y eventualmente al ordenamiento jurídico) y otras provenientes de un sistema moral o de algún principio moral no incorporado en el sistema jurídico. Sin entrar en detalles, yo creo que podría decirse (que el sentido común jurídico nos dice) que en el primer caso no es difícil justificar que se debe ponderar (sin entrar aquí en si debe hacerlo cualquier juez o si la operación debe quedar reservada a los jueces de los tribunales supremos o constitucionales); que en el tercero no lo está nunca, pues supondría dejar de jugar el juego del derecho; y que en el segundo es donde se plantean los supuestos más complejos: en ocasiones puede estar justificado ponderar (en otras no), pero tendrá que hacerse con especial cuidado y asumiendo que la carga de la argumentación la tiene quien pretende establecer una excepción a la regla (quien crea la laguna).

En fin, cuando se defiende que la ponderación es un procedimiento racional, no se está afirmando que, de hecho, lo sea siempre. Es obvio que se puede ponderar mal o ponderar cuando (o por quien) no debe hacerlo. La racionalidad que puede observarse cuando se examina la argumentación ponderativa que lleva a cabo, por ejemplo, un tribunal en una serie de casos en los que se plantea, supongamos, una serie de conflictos entre dos determinados principios consiste en lo siguiente [29]. Por un lado, en la construcción de una taxonomía (a partir de las propiedades consideradas relevantes) que permite ir fijando categorías de casos cada vez más específicos (por ejemplo, no únicamente entre el principio P1 y P2, sino entre el principio P1 acompañado de la circunstancia X y el principio P2 con la circunstancia Y, etc.). Por otro lado, en la elaboración de reglas de prioridad: por ejemplo, cuando se enfrentan esos dos principios acompañados de esas circunstancias, el primer principio prevalece sobre el segundo. Y finalmente en el respeto, en relación con la configuración de la taxonomía y de las reglas, de los criterios de racionalidad práctica (consistencia, universalidad, coherencia, etc.) a los que me referiré en el punto siguiente. Bien entendida, bien llevada a la práctica, la ponderación no es un mecanismo casuístico, arbitrario. Quien pondera ha de tener la pretensión de que las soluciones que va configurando servirán como pauta para el futuro, como mecanismo de previsión, por más que sea un mecanismo imperfecto, en el sentido de que siempre podrán presentarse nuevas circunstancias no tenidas en cuenta hasta entonces y que pueden obligar a introducir cambios en la taxonomía y en las reglas. Pero ese carácter abierto es un rasgo característico de la racionalidad práctica.

Si se acepta lo anterior, entonces no se puede sostener que un juez que recurre a la ponderación sea por ello un juez activista. El activismo es, en mi opinión, uno de los peligros que acecha a la función judicial y en el que se cae cuando el juez o el tribunal toma una decisión saliéndose de los márgenes del derecho, o sea, una decisión que no puede justificarse en términos jurídicos [30]. Pero eso no tiene por qué ocurrir cuando se pondera, aunque sea cierto que este es un procedimiento argumentativo más abierto que la subsunción y que, por tanto, plantea, como se ha dicho, unas mayores exigencias argumentativas. En cualquier caso, conviene también ser consciente de que el peligro opuesto al activismo es el formalismo y que este último supone una amenaza no menos temible para el buen funcionamiento de la jurisdicción. Si la actitud del juez activista puede entenderse como un abandono del derecho para satisfacer una cierta idea de la justicia (por cierto, no siempre de carácter progresista: ha habido y hay muchos jueces activistas de derecha), la del juez formalista consiste en olvidarse de que el sentido de la jurisdicción no puede ser otro que el de procurar hacer justicia por medio del derecho.

9.
La noción de buena motivación (o de motivación sin más) implica que existen criterios objetivos para evaluar los argumentos judiciales de tipo justificativo. ¿Pero se trata de criterios puramente formales o tienen también un alcance sustantivo? ¿Suponen alguna referencia a la moral y, en particular, la asunción de un objetivismo moral mínimo? ¿Son esos criterios suficientes para sustentar la tesis de la única respuesta correcta en alguna de sus versiones? Una respuesta positiva a esas cuestiones es condición necesaria para tomarse la motivación judicial en serio y presupone una concepción no positivista del derecho [31]

El argumento más importante para sostener que existen criterios objetivos para evaluar las motivaciones judiciales es que, si no existieran, no podríamos dar sentido a la práctica judicial o, si se quiere, tendríamos que adoptar una visión estrictamente conservadora de esta: si no existieran esos criterios, entonces los jueces (los de última instancia, los que ponen fin a las controversias) no podrían cometer errores. Sus decisiones no serían únicamente últimas, sino también infalibles.

Con esta afirmación se abre la cuestión de cuáles son esos criterios. Hay muy pocos juristas que sean escépticos en relación con la objetividad de la lógica formal (de los criterios incorporados en sus reglas de transformación), pero ya hemos visto antes que esas pautas tienen un alcance muy limitado. De manera que la pregunta concierne más bien a si los criterios de carácter material y pragmático pueden considerarse objetivos. También aquí cabría hablar de la existencia de un consenso más o menos amplio, en el sentido de que la inmensa mayoría de los juristas acepta que a la hora de evaluar la calidad de una argumentación (ahora estamos situados en la justificación externa) deben tomarse en consideración elementos referidos a las fuentes del sistema, los criterios de validez, los métodos de interpretación autorizados, etcétera. Pero, de nuevo, cuando se trata de casos difíciles (o de casos de una especial dificultad), todo lo anterior no es suficiente como para justificar la adopción de una determinada decisión (frente a otra u otras). Se necesita recurrir a un nuevo tipo de criterios, que serían los criterios de la racionalidad práctica: universalidad, coherencia, adecuación de las consecuencias, moral social, moral crítica y razonabilidad. No puedo referirme aquí con ningún detalle a lo que significa exactamente cada una de esas nociones (a cómo deben entenderse), pero sí quiero hacer unas pocas precisiones al respecto. La primera es que esos criterios no son un invento de teóricos del derecho (o de filósofos de la moral), sino que están dados en la práctica (y no solo en la práctica jurídica), aunque eso no quiera decir ―obviamente― que siempre se cumplan. La segunda precisión, que deriva de lo anterior, es que considerar que esos criterios son o no propiamente jurídicos depende de la concepción que se tenga del derecho. No lo serían si concebimos el derecho exclusivamente como un sistema de normas, pues es posible que estas no se refieran (o se refieran de una manera muy limitada) a esos criterios; otro tanto puede decirse, por otro lado, en relación con el uso de las fuentes, los requisitos de la validez o los métodos interpretativos. Pero sí pertenecerían al derecho si lo concebimos no solo como un sistema de normas, sino también (y fundamentalmente) como una práctica en la que, como he señalado varias veces, las normas (las normas dictadas por la autoridad) juegan un papel de particular importancia. Así, la universalidad (que no es lo mismo que generalidad) es un componente de la racionalidad práctica sin el cual no podríamos entender ni el funcionamiento del precedente (la doctrina del stare decisis) ni el juego de las excepciones a las reglas generales (la equidad aristotélica que viene a ser lo mismo a lo que hoy se suele llamar derrotabilidad o revisabilidad), y la noción de coherencia (que no es mera consistencia lógica) es lo que está en el fondo del argumento por analogía y del de reducción al absurdo:con la analogía se trata de introducir nuevos elementos en el sistema y con la reducción al absurdo de eliminar los que pudiera haber como consecuencia, por ejemplo, de llevar a cabo una determinada interpretación, de manera que en ambos casos se trata de preservar la coherencia, las señas de identidad del sistema (Curso, p. 557). En fin, la razonabilidad supone algo así como un criterio de cierre, que marca el límite a todos los otros y consta de dos componentes fundamentales: una idea de equilibrio, de balance adecuado en el manejo de todos esos criterios, unida a la de aceptabilidad en un sentido tanto fáctico como normativo (quien argumenta de manera razonable se esfuerza por encontrar puntos de acuerdo reales que puedan servir para llegar a un nuevo acuerdo, o sea, para pasar de lo aceptado a lo aceptable).

No es difícil probar que el argumento justificativo de un juez incluye siempre alguna premisa de carácter moral. En principio, esto resulta, por así decirlo, incontestable cuando la motivación hace explícita referencia bien a la moral positiva o bien a la moral crítica. Es cierto que ese es un dato por así decirlo cultural, pues no en todos los sistemas judiciales nos encontramos con un uso manifiesto de argumentos morales; y en todo caso, cuando se da, es únicamente en relación con casos particularmente controvertidos. Por lo que la prueba a la que antes me refería descansa básicamente en lo que Nino consideraba como la cuestión (la tesis) más importante de la filosofía jurídica: que las normas jurídicas no suponen por sí mismas razones de carácter justificativo, o sea, la existencia en cualquier razonamiento judicial de carácter justificativo de una premisa (implícita) que establece la obligación para los jueces de aplicar el derecho (el derecho de su sistema), obligación que tiene necesariamente carácter moral. Ahora bien, si esto es así, entonces un juez no podría motivar propiamente sus decisiones si pensara que la moral carece de objetividad. No puedo de nuevo entrar aquí en detalles [32] , pero me parece importante aclarar estas dos cosas. Una es que objetivismo moral no significa absolutismo: el objetivista es falibilista, esto es, está abierto a los argumentos y, en su caso, a modificar su postura. La otra es que el objetivismo no es tampoco (necesariamente) un tipo de realismo moral: lo que se quiere decir con ello no es que existan “objetos” morales distintos a los pertenecientes al mundo natural o social, sino que existe la posibilidad de discutir racionalmente sobre cuestiones morales (sobre valores o fines últimos no solo sobre medios); se trata, en definitiva, de un objetivismo de las razones.

Llegamos con eso a la cuestión de si los anteriores criterios permiten a un juez llegar siempre a la determinación de la respuesta correcta para cada caso (difícil) que se le presente. Muchos juristas y filósofos del derecho piensan que no y aducen como razón la falta de consenso, esto es, la existencia frecuente de discrepancias, y de discrepancias que no afectan únicamente a quienes defienden algún interés de parte, a los abogados, sino también a los propios órganos judiciales y a los cultivadores de la dogmática. Sin embargo, el argumento parece claramente defectuoso, puesto que de esa falta de acuerdo sobre cuál es la respuesta correcta en un caso se infiere que entonces no hay tal respuesta correcta, cuando lo único que podría concluirse es, si acaso, que no conocemos cuál es esa respuesta o que existe incertidumbre sobre ella [33]. En realidad, sostener la tesis de que existe una única respuesta correcta para cada caso que se le presenta a un juez implica asumir una postura que es mucho menos radical de lo que a primera vista pudiera parecer. Esto es así porque la afirmación concierne únicamente a la respuesta de un juez (no, por ejemplo a la del legislador: sería realmente extraño pensar que una determinada ley sobre tal materia era la única ley correcta) y ya hemos visto que el problema que tiene que resolver admite, por lo general, únicamente dos respuestas: culpable-inocente, válido-inválido, etc., de manera que lo que se estaría diciendo es que de dos únicas alternativas, hay una de ellas que es superior a la otra o, dicho de otra manera, el significado de la tesis es que no habría casos de puro empate, en los que las razones a favor de una decisión pesaran exactamente lo mismo que las existentes a favor de la otra. Pues bien, yo creo que esa tesis es fácilmente asumible si precisamos que debe entenderse en el sentido de que casi siempre existe una única respuesta correcta aunque no puede excluirse la posibilidad de alguna excepción en supuestos muy extraordinarios; y de que no excluye tampoco la posibilidad (igualmente muy excepcional) de casos trágicos, esto es, de supuestos en los que no hay ninguna respuesta que pueda calificarse de correcta (que no vulnere algún principio o valor fundamental del ordenamiento), aunque una pueda ser la mejor, la menos mala (o sea, un caso trágico no es necesariamente un caso de empate).

En fin, si digo que todo lo anterior presupone una concepción no positivista del derecho, ello se debe a que tomarse en serio la motivación, en el sentido indicado, implica entender el derecho no simplemente como un fenómeno autoritativo, sino también como una práctica con la que se trata de lograr ciertos fines y valores. Para ello, a su vez, se necesita sostener un objetivismo moral mínimo que, naturalmente, no supone para nada identificar el derecho con la moral, con la justicia. Supone que el jurista, el juez, debe esforzarse por encontrar una solución justa (objetivamente justa) y que, en el contexto de los Estados constitucionales, puede lograrlo en muchísimas ocasiones, aunque no en todas.

10.
La argumentación puede considerarse como un método de resolución de problemas y, por ello, en la elaboración de un argumento judicial justificativo (de una motivación) es útil distinguir las siguientes fases: identificación y análisis del problema; propuesta de una solución; comprobación y revisión, y redacción de un texto3 [34]

Argumentar es una actividad con la que se trata de resolver cierto tipo de problemas manejando determinados recursos (y excluyendo otros: por ejemplo, la utilización de la fuerza física, la manipulación mental, etc.). Los problemas jurídicos que debe resolver un juez tienen una serie de características que es importante tener en cuenta: son problemas prácticos, relativamente bien estructurados (en términos casi siempre bivalentes), dados en un medio institucional que los condiciona fuertemente, que afectan siempre en mayor o en menor medida a valores morales (no son, pues, problemas puramente “técnicos”) y en los que el lenguaje tiene una especial relevancia (recuérdese lo anteriormente señalado en el punto 7). Los recursos a los que puede recurrir un juez no son exclusivamente de tipo intelectual. Además de la razón (el logos), en la tradición retórica siempre se consideró como instrumento retórico el talante del orador (el ethos) y las pasiones del auditorio (el pathos). A esos elementos emocionales habría que añadir todavía un componente ético: las reglas deontológicas que conciernen a la profesión judicial son también, en cierto modo, reglas argumentativas. Por lo demás, los elementos de carácter emocional tienen menos importancia en el caso del razonamiento judicial que, por ejemplo, en la argumentación de los abogados, pero eso no quiere decir que esos aspectos más “retóricos” desaparezcan allí del todo.

En la etapa de identificación y análisis del problema se puede recurrir a instrumentos analíticos ya introducidos antes, como la representación de los argumentos presentados por las partes, por el juez a quo, etc., mediante diagramas de flechas; la identificación del tipo de cuestión (procesal, de prueba, etc.) que hace que un caso sea difícil; o el test de evaluación de los argumentos a que se ha hecho referencia en el punto anterior. La propuesta de solución puede verse en términos de intuición “controlada” (no de corazonada) o, si se quiere, como un momento abductivo que, por ello, tiene que dar paso a la tercera etapa, en la que la comprobación y revisión de esa decisión puede hacerse recurriendo de nuevo a un diagrama de flechas que ayude a plantearse si todos los pasos y argumentos necesarios para llegar a la conclusión pretendida pueden justificarse. Si es así (si no, es necesario volver a las fases anteriores para plantear una nueva propuesta de solución) lo que queda es redactar un texto. En esta última fase, cobran gran importancia dos aspectos que están en el centro de la tradición retórica: la organización del discurso en partes (exordio, narración, división, argumentación y conclusión) y la expresión del discurso (la elocutio), con las reglas y recomendaciones para escribir un texto jurídico (una motivación judicial) de manera clara y efectiva. Todo ello tiene gran importancia práctica para que el juez argumente bien sus decisiones, pero no es posible entrar aquí en detalles.

Finalmente, no cabe olvidar que la tarea de motivar una decisión, sobre todo cuando se trata de juicios de apelación, corresponde muchas veces a órganos colegiados y constituye, por lo tanto, una actividad colectiva. Motivar no es, en esos casos, el fruto de un proceso mental desarrollado por un individuo, sino de la deliberación que ha tenido lugar entre los diversos miembros del tribunal y en la que se presentan inevitablemente elementos estratégicos que la apartan en mayor o menor medida del discurso práctico racional.

[1]

Esa limitación la señalaba ya en Atienza, 1991.

[2]

Alexy incluye varias reglas de argumentación dogmática entre las reglas y las formas de la justificación externa (vid. Alexy, 1989)

[3]

De Páramo, 2007; Atienza, 2013, pp. 396-398.

[4]

Haba, 2010; Atienza, 2013, pp. 32-33.

[5]

Esa crítica puede verse en Atienza,1991; Atienza, 2006, pp. 269-270, y Atienza, 2013, pp. 286, 368 y 570.

[6]

Creo que el primero en usarla fue Richard Wasserstrom, en un libro en el que acusaba a los autores realistas como Jerome Frank y otros de cometer la “falacia irracionalista”: pasar de constatar la utilidad limitada de la lógica formal a afirmar que la decisión judicial es inherentemente arbitraria: Wasserstrom, 1961; Atienza, 2006, pp. 100 y ss.

[7]

Atienza, “De nuevo sobre la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación en las decisiones judiciales”.

[8]

Me parece que a esto es a lo que se refiere Perfecto Andrés Ibáñez cuando habla de la existencia de “dos momentos” de la motivación (Andrés Ibáñez, 2015, cap. X, en general y, en particular, la p. 270).

[9]

Aguiló, 2003.

[10]

Atienza, 2006, pp. 102 y ss.; Atienza 2013, pp. 114-115.

[11]

Sobre lo anterior puede verse Atienza, 1996, “Los límites de la interpretación constitucional. De nuevo sobre los casos trágicos”. El ejemplo de caso trágico que he utilizado en varias ocasiones es el del juez que se ve obligado a expulsar del país a un extranjero, aplicando las normas de su sistema y haciendo valer, en consecuencia, criterios que no pueden ser justificados en sentido pleno.

[12]

Ver Wróblewski, 1971; Atienza, 2013, pp. 103-106

[13]

Un ejemplo: “La patria potestad se debe otorgar de manera que se logre el mayor bienestar del menor; en este caso ese mayor bienestar solamente se obtendrá otorgando la patria potestad al padre; por lo tanto, se debe otorgar la patria potestad al padre”. Cabe añadir que la justificación externa de la segunda premisa del razonamiento finalista (deductivo) es un tipo de ponderación que permite optar por uno de entre los diversos medios en principio existentes.

[14]

Ver al respecto Atienza, 2013, pp. 136-138.

[15]

Atienza, 2013, pp. 586-588.

[16]

Este punto resume el cap. 6 de Atienza, 2013.

[17]

Atienza, 1991.

[18]

Quien más ha contribuido a lo que puede considerarse como un gran cambio de cultura jurídica ( judicial) en el mundo latino ha sido Michele Taruffo y, en España, el papel de pionero lo ha desempeñado Perfecto Andrés Ibáñez. Los trabajos a los que me refiero tienen como autores (entre otros) a Daniel González Lagier, Juan Igartua, Marina Gascón y Jordi Ferrer.

[19]

Atienza, 1993. Una discusión con Perfecto Andrés Ibáñez.

[20]

Atienza, 2013, pp. 177-179

[21]

Black, 1970, p. 143.

[22]

Ver Taruffo, 2009.

[23]

El punto es una síntesis de Atienza.

[24]

Atienza, 1989.

[25]

Atienza, 2013, p. 437.

[26]

Vaz Ferreira, 1962.

[27]

Toulmin, 1958.

[28]

El punto es una síntesis de Atienza, 2014, Ponderación y sentido común jurídico.

[29]

Ver Atienza, 1996 (artículo en Claves)

[30]

Obviamente, hay que considerar que la decisión de un juez es o no activista e dependencia de la concepción del derecho que se tenga y, en consecuencia, la denotación del concepto “activista” disminuye en la medida en que se tenga una concepción más amplia del derecho. Dicho de otra manera, un formalista tenderá a calificar como activistas decisiones o prácticas que no lo serían según la concepción del derecho que aquí estoy defendiendo.

[31]

Sobre este punto, ver en general Atienza, 2013, cap. VII.

[32]

Atienza, 2015: Objetivismo moral y derecho.

[33]

Dworkin, 2006.

[34]

El punto es un resumen de Atienza, 2013, cap. VIII.

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