Esta conferencia fue presentada el 18 de noviembre de
2022 en el Auditorio de la Suprema Corte de Justicia de
la República Dominicana por invitación de la Escuela
Nacional de la Judicatura. En la exposición, el profesor
propone diez tesis al reflexionar sobre los postulados
vinculados al razonamiento judicial.
El profesor Atienza ha recibido múltiples doctorados
honoris causa de universidades de Argentina, Ecuador
y Perú. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia y de la Real Academia Asturiana de
Jurisprudencia. Autor de diversas obras orientadas al derecho.
Entre sus últimas publicaciones destacan: Curso de
argumentación jurídica; Filosofía del derecho y transformación social; Podemos hacer más. Otra
forma de
pensar el derecho; Argumentación legislativa; Comentarios e incitaciones. Una defensa del
postpositivismo
jurídico; Una apología del derecho y otros ensayos, y
Sobre la dignidad humana.
ALGUNAS TESIS SOBRE EL RAZONAMIENTO
JUDICIAL
En lo que sigue recojo diez tesis sobre el razonamiento judicial de
carácter justificativo que he defendido en diversas publicaciones de
los últimos tiempos. Se trata fundamentalmente de un ejercicio de
síntesis, aunque no he dejado de aprovechar la ocasión para precisar
alguna que otra cosa. En todo caso, el lector interesado en conocer
más detalles puede acudir a las obras que se irán citando y en las
que, como digo, este trabajo está basado.
1.
El razonamiento judicial constituye solo un tipo, aunque
muy importante, de razonamiento jurídico
Se trata de una tesis obvia, pero que conviene subrayar. Hay
muchísimas otras instancias en la vida jurídica, aparte de la judicial, en la que tienen lugar
argumentaciones. Además, la argumentación
judicial no es solo la que llevan a cabo las altas cortes de justicia:
nuestros tribunales supremos y/o constitucionales. Sin embargo, lo
que solemos considerar como “teoría estándar” de la argumentación
jurídica, esencialmente las elaboradas por MacCormick y Alexy
a finales de los años setenta del siglo pasado, se limitaron
prácticamente a considerar este último campo que ciertamente
constituye un aspecto muy parcial del razonamiento jurídico
[1].
En
consecuencia, estas teorías de la argumentación jurídica, a pesar de
sus muchos méritos, dejan fuera de su objeto de estudio no solo a
la argumentación de carácter no judicial (como la argumentación
legislativa, la de los abogados o la de la dogmática
[2]), sino también a la
argumentación en materia de hechos, pues los problemas de prueba
no suelen llegar hasta los tribunales supremos o constitucionales,
aunque seguramente sean los más relevantes cuando se considera
el conjunto de la jurisdicción.
Estamos pues ante una limitación importante y que quizás no
afecte únicamente al ámbito de aplicación de la teoría. O, dicho
de otra manera, los límites extensionales son también aquí límites
intensionales, en el sentido de que tienen que ver con la propia
concepción de la argumentación jurídica y del derecho. Me parece
que esto resulta perceptible en diversas críticas que se han dirigido
a la teoría estándar y, de manera muy específica, en la versión de
Robert Alexy.
Una de esas críticas sostiene que la teoría de la argumentación
jurídica ha partido de un concepto muy estrecho de racionalidad que
no incluye la racionalidad estratégica. En opinión de Juan Ramón
de Páramo
[3], el enfoque
argumentativo del derecho no puede dar
cuenta de los procesos de toma de decisión y de resolución de conflictos antagónicos en el
ámbito del derecho, puesto que en ellos
no opera únicamente el discurso racional, el diálogo crítico, o sea, él
piensa que en la experiencia jurídica los procesos de argumentación
(en el sentido de argumentación siguiendo las reglas de la discusión
racional: las sistematizadas por Alexy) suelen darse entremezclados
con procesos de negociación y de mediación: la racionalidad
comunicativa con la racionalidad de tipo estratégico. Ahora bien,
esa crítica tiene cierta plausibilidad dirigida contra la concepción de
Alexy, pues la llamada “tesis del caso especial” significa precisamente
considerar que todos los supuestos de argumentación jurídica son
instancias de la argumentación práctica racional, o sea, procesos
argumentativos en los que rigen esas reglas y otras específicas de
la argumentación jurídica (las de la llamada “justificación interna” y
“justificación externa”). Pero la crítica resulta infundada si se pretende
hacer extensiva a cualquier teoría de la argumentación jurídica. En
mi opinión, una teoría realista (menos idealizada que la de Alexy) y
razonablemente satisfactoria de la argumentación jurídica tiene que
incluir (incluye de hecho) otros tipos de diálogo (de argumentación)
aparte del diálogo crítico, entre otras cosas porque no se centra en
exclusiva en las argumentaciones que llevan a cabo los tribunales
supremos y constitucionales.
Algo parecido podría decirse de la acusación que, por ejemplo,
Enrique Haba
[4]
ha dirigido a la teoría estándar en el sentido de que esta
incurriría en una seria deformación ideológica. Tal y como este autor
lo formula, una concepción de la argumentación jurídica como la de
Alexy ofrece una visión idealizada, “embellecida”, de la realidad jurídica
(argumentativa), pues el modelo alexiano, aparentemente descriptivo
de cómo de hecho se argumenta en el derecho, esconde en realidad
una gruesa exageración: no es una descripción, sino una idealización
(pero disimulada) de las prácticas argumentativas en el derecho.
El éxito que las teorías argumentativas han tenido entre los jueces y los juristas, en general,
se explicaría precisamente porque estas
constituyen un ejemplo de “ideología gremial”: es muy comprensible
que los jueces y, en general, los juristas estén dispuestos a acoger
con entusiasmo teorías que presentan la jurisdicción y la práctica del
derecho como actividades arquetípicas de la racionalidad discursiva.
También en este caso cabría decir que la crítica contiene algunos
granos de verdad o que, al menos, es útil en cuanto supone una
llamada de atención frente a los riesgos de deformación ideológica
en que puede caer un enfoque argumentativo del derecho. Pero
esos riesgos, de nuevo, parecen estar bastante vinculados con una
visión del derecho y de la argumentación jurídica circunscrita a una
pequeña parte de la experiencia jurídica.
En fin, la crítica contra la llamada “tesis del caso especial” (esta
última, como se sabe, constituye el núcleo de la concepción de la
argumentación jurídica de Alexy) tiene también mucho que ver con
la reducción que este autor hace de la argumentación jurídica que
llevan a cabo los tribunales supremos y constitucionales y quizás
también los juristas cultivadores de la dogmática. Si se restringe a
este ámbito la argumentación jurídica, la tesis alexiana, aunque
quizás no sea del todo satisfactoria, parece plausible: por lo menos,
cabría decir que para los jueces y los cultivadores de la dogmática las
reglas del discurso práctico racional tendrían que operar como una
especie de ideal regulativo. Pero lo que no resulta ya fácil de aceptar
es que la argumentación jurídica, tomada en toda su extensión, sea
un caso especial de la argumentación práctica general
[5] . Es bastante
obvio, yo diría, que, por poner un ejemplo, la obligación de sinceridad
no rige (no podría operar ni siquiera como un ideal regulativo) en el
caso de la argumentación de los abogados o de la argumentación
legislativa (la que tiene lugar en contextos de confrontación política).
Simplemente, estas últimas son instancias distintas a la(s) judicial(es)
y regidas por reglas que no son del todo coincidentes con aquella.
La argumentación jurídica (entendida en ese sentido amplio) es una
práctica compleja en la que concurren muy diversos tipos de diálogo
y donde, dependiendo del contexto de que se trate, las reglas del
diálogo racional no juegan siempre, exactamente, el mismo papel.
Para decirlo de manera más precisa. El discurso práctico racional (el
discurso crítico) debería tener (desde la perspectiva de una teoría
general de la argumentación jurídica) cierta prioridad sobre los otros
discursos, los de carácter estratégico. Pero me parece que hay una
forma de lograr esto (una cierta unidad en la diversidad) que no es
exactamente la que propone Alexy. En mi opinión, se necesita mostrar
que el diálogo práctico racional permite justificar la existencia de esas
otras formas de argumentación: el discurso predominantemente
estratégico de los abogados, los legisladores, los negociadores, etc.,
aunque estas últimas formas no sean especies de ese género. Se
trata, como digo, de una tesis distinta a la de Alexy porque no supone
ninguna idealización de la práctica jurídica. Alexy (y muchos teóricos
que le han seguido en esto) viene a sostener (y creo interpretarle
bien) que las reglas del discurso práctico racional definen una
especie de superjuego que contiene ―de forma muy abstracta―
las reglas de todos los otros juegos (jurídicos) argumentativos,
cada uno de los cuales estaría regido, además, por algunas reglas
específicas adicionales y compatibles con las del discurso práctico
general. Mientras que lo que yo defiendo es que algunas de las
reglas de esos otros juegos argumentativos (por ejemplo, la no
obligación de sinceridad en relación con la argumentación de los
abogados) contradicen las del discurso práctico racional, aunque
puedan tener una justificación en ese mismo tipo de discurso: pero
se trata de niveles de discurso distintos. En definitiva, no es una
relación de género a especie, sino una relación de un tipo distinto (de
justificación).
2.
El razonamiento judicial, el que se expresa en las
motivaciones de las sentencias, tiene esencialmente un
carácter justificativo
La diferencia entre las razones explicativas y las justificativas, o bien,
entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación
tiene, sin duda, una gran importancia y es un presupuesto básico
de la teoría estándar de la argumentación jurídica, la cual se sitúa
exclusivamente en este segundo plano. O sea, el propósito de autores,
como MacCormick, Aarnio, Peczenik, Alexy, etc., no ha sido estudiar
cómo se toman o cómo se deberían tomar las decisiones judiciales,
sino cómo se deben justificar esas decisiones, partiendo en cierto
modo de cómo se justifican, puesto que todas esas teorías tienen un
propósito fundamentalmente reconstructivo.
Como digo, la distinción entre esos dos contextos tiene su importancia
y su interés: Ha servido, por ejemplo
[6], para poner de manifiesto la
confusión en la que incurren algunos autores realistas en su crítica
a la teoría del silogismo judicial: una teoría esta última que no es
exactamente falsa, sino insuficiente: la forma silogística (con los
matices a los que luego me referiré) es un componente necesario,
pero no suficiente, del razonamiento judicial de carácter justificativo.
Y es también útil para recordarles a los jueces que lo que tienen
que hacer, si desean motivar adecuadamente sus decisiones, no
es exactamente, como muchas veces se dice, “describir el proceso
psicológico y lógico” que les ha llevado a la decisión (esas serían
razones explicativas pertenecientes al contexto de descubrimiento),
sino ofrecer razones que permitan considerar sus decisiones como
decisiones correctas o justificadas: no tienen, en sentido estricto, que
explicar, sino que justificar sus fallos.
Pero es también muy posible que la teoría estándar, al situarse
exclusivamente en el contexto de justificación, haya limitado
excesivamente el alcance de la teoría e incluso haya impedido
una comprensión cabal del razonamiento justificativo si es que la
distinción en cuestión no puede trazarse de una manera estricta:
o sea, si hubiera elementos de carácter explicativo que jugaran
también un papel en la justificación. Esto último es precisamente
lo que parece suceder
[7]. Así, en la
ciencia (de la filosofía de la ciencia
es de donde se tomó esa distinción) no parece que pueda hablarse
de que haya una línea tajante que separe ambos contextos: no nos
referimos a una propuesta como un descubrimiento si esta no ha
pasado suficientes pruebas. El descubrimiento de las teorías no es
una operación arbitraria o azarosa, sino que existen ciertas pautas
de racionalidad que permiten hablar de “lógica del descubrimiento”,
siempre que por “lógica” no se entienda sin más la lógica deductiva.
Y algo parecido ocurre con las decisiones judiciales: el juez (si se trata
de un juez honesto) no llega a una decisión si piensa que esta no
está justificada; y existe también aquí un cierto método para la toma
de decisiones que, de alguna manera, viene a integrar elementos
de ambos contextos: se trata de reconstruir (y de explicitarlo en la
motivación) una serie de pasos que constituyen el iter psicológico
y/o sociológico que conduce a la decisión, para luego examinar si
están o no justificados
[8]. Dicho de
otra manera, en el proceso real
de la motivación judicial es imposible separar del todo el contexto
del descubrimiento y el de justificación, porque las razones que
explican pueden ser también razones que justifican. Más aún, como
lo ha señalado Aguiló
[9], las
instituciones de la independencia y la
imparcialidad judicial tienen el objetivo de lograr que las razones
explicativas y las justificativas coincidan; el ideal de la motivación
vendría a consistir precisamente en eso, y quizás de ahí las dificultades
que muchos jueces manifiestan a la hora de asumir esa distinción.
Por lo demás, mi concepción de la argumentación jurídica permite,
creo, comprender las limitaciones y el alcance de la distinción en
cuestión. Yo parto
[10] de un
concepto amplio de argumentación en
el que distingo tres dimensiones: formal, material y pragmática, y,
dentro de la pragmática, diferencio entre un enfoque retórico y otro
dialéctico. Pues bien, la distinción entre el contexto de descubrimiento
y el de justificación es nítido desde la primera perspectiva, desde
la lógica formal que se sitúa efectivamente en el contexto de
justificación y contempla la argumentación como un resultado no
como una actividad. No lo es ya desde la perspectiva material, que
incorpora ciertos elementos de carácter psicológico y sociológico
(por ejemplo, sentirse comprometido con la verdad o corrección de
las premisas y de la conclusión) y no deja del todo fuera el proceso de
la argumentación. Es sencillamente imposible de establecer desde
un plano pragmático, pues aquí la argumentación es un tipo de
actividad social: ciertos datos sociológicos como la aceptación por la
otra parte de ciertas tesis, de ciertos puntos de partida, es condición
necesaria para que pueda tener lugar un proceso argumentativo. Por
lo demás, un elemento fundamental de la teoría que yo propugno
es que todas esas dimensiones juegan un papel (aunque su peso
varíe de un caso a otro) en todos los tipos de argumentación jurídica,
incluida la justificación judicial.
3.
La distinción entre casos ( judiciales) fáciles y difíciles
y, correspondientemente, entre justificación interna y
justificación externa es básicamente aceptable, pero
necesita ser precisada y desarrollada
los tribunales) que todos los juristas (o la mayoría, o los expertos una
vez conocidos todos los detalles) resolverían de una misma manera,
porque los datos normativos y los fácticos de los que depende la
solución no ofrecen dudas. Justificar la decisión en relación con
esos casos supone, por ello, efectuar una deducción cuyas premisas
contendrían los anteriores datos y la conclusión sería un enunciado
normativo singular (por ejemplo, “X debe ser condenado a la pena
P”) que llevará al juez (si no quiere incurrir en una contradicción
pragmática) a decidir condenar a X a la pena P. Pero hay también una
cierta cantidad de casos (muchos de ellos son precisamente los que
llegan ante los tribunales superiores, o sea, los que son recurridos)
en los que las premisas normativas y/o las fácticas presentan dudas
de diversos tipos, lo cual hace que los juristas discrepen entre sí
en cuanto a su solución. Justificar entonces una decisión en estos
últimos casos significa no únicamente llevar a cabo la anterior
deducción (la justificación interna), sino también otros procesos de
razonamiento encaminados a justificar las premisas normativas y/o
fácticas (la justificación externa).
Ahora bien, en primer lugar, es obvio que la distinción entre casos
fáciles y difíciles, además de generar supuestos de la penumbra, no
tiene tampoco, por así decirlo, un carácter ontológico. O sea, no se
trata de que haya casos que en sí mismos considerados sean fáciles
y otros difíciles. Esa calificación depende de muchos factores que
cambian con el contexto, de manera que un tipo de caso que viene
siendo considerado fácil por la comunidad jurídica puede cambiar
de estatus como consecuencia de una crisis económica o social
que de alguna manera le afecte, o simplemente porque alguien ha
identificado alguna circunstancia que no había sido considerada
relevante hasta entonces. Además, me parece que sería bueno
enriquecer esa tipología para incluir dos nuevos tipos de casos: Unos
serían los de dificultad intermedia (casos intermedios), o sea, aquellos
que, a primera vista no son fáciles porque exigen un estudio y una
deliberación más o menos arduos, pero en relación con los cuales, y una vez concluido ese
proceso, se llega a una solución unánime o
muy mayoritariamente aceptada por los juristas. Y otros son los que
se sitúan, por así decirlo, más allá de los casos difíciles: se trata de
los casos trágicos, entendiendo por tal aquellos que no simplemente
sean disputados (podrían incluso no serlo), sino que suponen
auténticos dilemas porque en relación con estos el sistema jurídico
no provee una solución que pueda considerarse satisfactoria: no son
casos con varias respuestas (posiblemente) correctas, sino casos sin
solución correcta
[11]
En segundo lugar, la distinción entre justificación interna y externa,
introducida por Wróblewski a comienzos de los años setenta del siglo
XX
[12] y que enseguida adquirió
carta de naturaleza, es en realidad un
nuevo nombre para expresar un viejo concepto. Se trata de la noción
de epiquerema, esto es, el silogismo, el razonamiento, que incluye
junto a las premisas, la prueba de estas. Pues bien, la justificación
externa, la justificación de las premisas, no tiene por lo general un
carácter simplemente deductivo, pero eso no quiere decir que la
lógica se vaya aquí de vacaciones, como algunos han interpretado.
Sigue jugando, naturalmente, un papel, pero se supone que, por
ejemplo, el argumento de la coherencia normativa o la inducción
probatoria implican algo más que una simple deducción. Desde
luego, ambos podrían representarse en forma deductiva, pero lo más
característico de esos razonamientos no consiste en su “forma”. En
conclusión, creo que la distinción entre justificación interna y externa
habría que interpretarla en este sentido: por un lado, está el tramo
final (o el esquema general) del razonamiento judicial (o de cualquier
razonamiento complejo), con sus premisas últimas y su conclusión, y,
por otro, el conjunto de los razonamientos empleados para establecer
esas premisas finales o definitivas.
Pero resulta, en tercer lugar, que ese tramo final del argumento
justificativo judicial no tiene siempre (aunque sí en la mayor parte
de las ocasiones) la forma del famoso silogismo subsuntivo. Adopta
esa forma cuando la regla que controla el caso es de acción. Pero
en ocasiones la premisa normativa de ese esquema final o general
puede estar configurada por una regla de fin o por un principio.
De manera que el razonamiento judicial de carácter justificativo
tiene tres formas de “justificación interna”: el silogismo subsuntivo;
el silogismo práctico o finalista, si se trata de una regla de fin (cuyo
esquema sería: “Se debe obtener el fin F; sólo si se realiza M se puede
obtener F; por lo tanto, se debe realizar M”)
[13], y la ponderación, si se
trata de principios.
4.
Motivar una decisión judicial consiste en ofrecer buenas
razones organizadas en la forma adecuada para que sea
posible la persuasión
La clave de la motivación judicial reside en que se trate de buenas
razones, lo que supone dar cierta prioridad a lo que antes llamaba la
concepción o la dimensión material de la argumentación. Significa
que las premisas de tipo fáctico tienen que ser verdaderas o, mejor
dicho, deben tener el grado de probabilidad exigido por el estándar
de prueba correspondiente, y tienen que cumplir con el resto de los
requisitos fijados por el derecho probatorio. Las premisas normativas
tienen que ser correctas, esto es, y según el tipo concreto de problema
de que se trate, han de cumplir los criterios de validez, interpretación,
etc., establecidos en el sistema.
Para que pueda hablarse de que existe motivación, las razones
tienen que revestir un mínimo grado de explicitud y cumplir con
algunos requisitos muy básicos. Pero diferente del concepto de
motivación suficiente (para entender que se ha cumplido con el
deber jurídico de motivar) es el de motivación correcta; este último
hace referencia fundamentalmente a la bondad, a la calidad, de las
razones. Casi siempre que un tribunal acepta el recurso presentado
contra una decisión de otro órgano es porque, aun considerando que
la decisión estuvo motivada, sin embargo, entiende que no estuvo
bien motivada, esto es, que contiene algún error en la valoración de
la prueba, en la interpretación del material normativo, etc.
[14]
La presentación en términos formalmente adecuados de las razones
hace referencia, esencialmente, a la forma lógica. Una (buena)
motivación debe tener una forma lógica reconocible lo que, como
se ha dicho, va más allá de la llamada justificación interna: en la
justificación externa también debe ser posible reconocer las formas
de argumento utilizadas. Es obvio que una motivación puede ser
defectuosa por razones formales, pero es raro que esos defectos
consistan, en sentido estricto, en la comisión de errores de tipo lógico.
Con las reglas de la lógica ocurre como con las de la gramática: uno
puede no ser muy consciente de ellas, pero, sin embargo, cumplirlas
de manera más o menos espontánea. Ello es así porque los aparentes
incumplimientos resultan muchas veces salvables recurriendo a la
interpretación (con lo que se evita pensar que hay contradicción
cuando en una sentencia se afirman dos enunciados que serían entre
sí incompatibles si se entendiesen en sentido literal) o suponiendo la
existencia de premisas implícitas (lo que evitaría, por ejemplo, pensar
que en la motivación se ha incurrido en un non sequitur)
[15] . Todo lo
cual no ha de llevar a pensar que la lógica no es aquí importante: lo
es, pero no tanto para evitar errores de razonamiento como para dar
claridad a la argumentación.
Finalmente, la persuasión es el efecto que una buena motivación
debe producir. De ahí que un manejo adecuado de los elementos
retóricos en la sentencia tenga una gran importancia. Pero una buena
argumentación es aquella que debería persuadir, aunque de hecho
no lo logre. Aquí ocurre como con la medicina: una buena actuación
médica es la que pone todos los medios disponibles para curar al
paciente, aunque de hecho no alcance ese fin.
5.
Una argumentación ( justificación) judicial es un proceso
que comienza con el planteamiento de un problema (casi
siempre bivalente) y termina con una solución a este que
se resuelve también con un “sí” o un “no”: se absuelve
o se condena; se declara la constitucionalidad o la no
constitucionalidad de un artículo de una ley; se acepta o no
se acepta (o se acepta en tal aspecto, pero no en tal otro)
el recurso de una de las partes del proceso; etc. [16]
Es importante darse cuenta de que una argumentación no consiste
únicamente en argumentos; entre el punto inicial y el final se produce
toda una sucesión de actos lingüísticos (la argumentación puede
verse como un acto de lenguaje complejo) que puede consistir,
además de en dar razones a favor o en contra de una tesis, en narrar
hechos, en hacer suposiciones, en plantearse preguntas, etc. En
todo ese entramado tiene una especial importancia la cuestión o las
cuestiones de la(s) que depende fundamentalmente la solución del
problema inicial y que hacen que se trate realmente de un caso difícil.
Una tipología conocida de casos difíciles que se podría extender
también a los que hemos llamado “intermedios” (y que de alguna
forma ―seguramente inconsciente― sigue la tradición retórica de
lo que se llamó doctrina de los “estados de causa”) es la presentada
por MacCormick, que distingue entre cuestiones concernientes
a la premisa normativa (de relevancia y de interpretación) o bien
a la premisa fáctica (de prueba o de calificación). Pero yo creo que
esta debe ser enriquecida para superar su anclaje en la teoría del
silogismo (él la llama la justificación de primer nivel, que es otra
forma de referirse a la justificación interna) que, tal y como él la
entiende, tendría como premisa normativa una regla de acción de
derecho sustantivo. En mi opinión, resulta útil distinguir estos ocho
tipos de cuestiones (que no son excluyentes entre sí) que determinan
la necesidad de argumentar (de argumentar en relación con la
justificación externa): procesales (la premisa mayor no es una norma
sustantiva, sino de carácter procesal: un tipo de norma constitutiva);
de prueba; de calificación; de aplicabilidad (correspondientes a las
que MacCormick llama de relevancia); de validez (si una norma o un
acto cumplen con los requisitos para ser considerados válidos); de
interpretación; de discrecionalidad (la premisa última es una norma
de fin, no de acción), y de ponderación (no hay regla aplicable, sino
principios).
por MacCormick, que distingue entre cuestiones concernientes
a la premisa normativa (de relevancia y de interpretación) o bien
a la premisa fáctica (de prueba o de calificación). Pero yo creo que
esta debe ser enriquecida para superar su anclaje en la teoría del
silogismo (él la llama la justificación de primer nivel, que es otra
forma de referirse a la justificación interna) que, tal y como él la
entiende, tendría como premisa normativa una regla de acción de
derecho sustantivo. En mi opinión, resulta útil distinguir estos ocho
tipos de cuestiones (que no son excluyentes entre sí) que determinan
la necesidad de argumentar (de argumentar en relación con la
justificación externa): procesales (la premisa mayor no es una norma
sustantiva, sino de carácter procesal: un tipo de norma constitutiva);
de prueba; de calificación; de aplicabilidad (correspondientes a las
que MacCormick llama de relevancia); de validez (si una norma o un
acto cumplen con los requisitos para ser considerados válidos); de
interpretación; de discrecionalidad (la premisa última es una norma
de fin, no de acción), y de ponderación (no hay regla aplicable, sino
principios).
Una motivación judicial completa debería contener los siguientes
extremos: 1) la narración de los hechos del casos; 2) la identificación
del problema o de los problemas iniciales; 3) la identificación de la
cuestión o de las cuestiones de las que depende la solución de cada
uno de los problemas; 4) la respuesta a cada una de las cuestiones; 5) las
razones (los argumentos) a favor de esas respuestas y, eventualmente,
las razones para no suscribir otras posibles respuestas; 6) la solución
del problema inicial, y 7) la decisión.
6.
En materia de prueba, el papel de la teoría de la
argumentación jurídica consiste fundamentalmente en
aclarar nociones básicas y en advertir sobre la comisión de
una serie de errores frecuentes
El primero de esos errores, naturalmente, es haber descuidado la
importancia que tiene ese tipo de cuestiones cuando se considera el
conjunto de la actividad jurisdiccional en cualquier país
[17]. Esa dejación
afecta sobre todo a los países de cultura más formalista en los que,
hasta hace poco, se pensaba que, simplemente, las cuestiones
de hecho no necesitaban ser motivadas. Un reflejo de lo cual se
advierte todavía en la práctica (por ejemplo, en España) de incluir
los razonamientos sobre los hechos en el apartado de la sentencia
reservado a los “fundamentos de derecho”. Pero, por lo demás, podría
decirse que la “laguna” en la que, en este aspecto, incurrió la teoría
estándar de la argumentación jurídica está hoy ya cubierta por un
buen número de trabajos de los últimos tiempos debido sobre todo a
teóricos del derecho y ampliamente coincidentes entre sí
[18]. Conviene,
de todas formas, no olvidar que ese déficit tiene mucho que ver
con el normativismo jurídico: con la propensión a ver el derecho
únicamente como un conjunto de normas en lugar de como una
práctica compleja guiada por fines y valores (que, naturalmente, no
son ajenos a las normas).
Hay un amplio acuerdo en pensar que el tipo de razonamiento que
el juez lleva a cabo en relación con los hechos tiene la forma de una
inducción, o sea, que el paso de las premisas a la conclusión no tiene
un carácter necesario (como ocurre con los argumentos deductivos)
sino meramente probable (en el sentido de probabilidad cualitativa, lógica, no de probabilidad
cuantitativa, estadística). Pero conviene
también precisar que esa manera de abordar el razonamiento
probatorio no tiene por sí misma demasiada importancia. Entre otras
cosas, porque cualquier argumento inductivo puede, trivialmente,
convertirse en deductivo: si se le agrega una premisa de la forma
adecuada; de manera que la forma, el esquema, del argumento
podría verse, sin que eso cambiara mucho las cosas, en términos de
inducción o deducción. En todo caso, porque no se puede olvidar
que las anteriores definiciones de inducción y deducción (que son
las habituales), según que el paso de las premisas a la conclusión
tenga o no carácter necesario, están trazada desde una perspectiva
puramente formal, de manera que no dicen nada en relación con
el valor “epistemológico” del argumento en cuestión o, mejor aún,
de la conclusión de este. O sea, es perfectamente posible que un
argumento de forma inductiva, y con premisas sólidas, nos lleve a
una conclusión que tenga un mayor grado de certeza (de certeza
material) que otro de forma deductiva, pero que parta de premisas
dudosas
[19].
Tampoco creo que deba dársele demasiada importancia a la
posibilidad de interpretar una parte del razonamiento sobre los hechos
(o incluso todo él) como un razonamiento abductivo: como se sabe,
los argumentos dirigidos a construir una hipótesis (por ejemplo, la de
que el autor del robo ―cometido en tales y cuales circunstancias―
fue X o la de que la inmensa mayoría de los lectores de este texto no
necesitarían de la anterior aclaración sobre qué es una abducción). Sin
duda, resulta interesante en la medida en que con ello se subraya el
elemento dinámico del razonamiento (verlo como una actividad, no
como un resultado) y su carácter derrotable o revisable (pasar a pensar,
como consecuencia de una nueva prueba, que el autor del robo no
había sido X, sino Y); y lleva también a efectuar una comparación, que
puede ser fructífera, del razonamiento judicial con el del detective, el historiador o el médico
que efectúa un diagnóstico. Pero, en realidad,
nada de esto parece ser muy novedoso, sino que, más bien, se trata
de traducir a un lenguaje nuevo cosas bastante sabidas. O sea, no
me parece que la abducción sea otra cosa que un tipo de inducción:
la inducción en un contexto heurístico y considerada no como un
resultado, sino como una actividad, en el transcurso de la cual la
conclusión puede ser revisada como consecuencia de la aparición de
nuevas informaciones, de nuevas premisas
[20].
De manera que lo verdaderamente importante en el razonamiento
probatorio no es la forma del argumento, sino la naturaleza de las
premisas, esto es, el tipo de enunciados que las componen y los
criterios que cabe utilizar para la evaluación de la inferencia. Algo, por
otro lado, característico de cualquier inducción; como ha escrito Black,
en una inducción son fundamentales factores como la relevancia, el
peso, el buen juicio, etc. “[...] pedir a alguien que se forme un juicio
inductivo sobre un esquema de argumento, presentado en toda su
desnudez de símbolos abstractos, es como pedir a un connaisseur
que evalúe un cuadro imaginario”
[21]. En este sentido, lo que resulta
crucial en el razonamiento probatorio es tomar conciencia de las
debilidades y fortalezas que cabe atribuir a cada uno de los medios
de prueba (testimonio de testigos, prueba pericial, etc.) de los que
dependen los hechos probatorios enunciados en las premisas de
carácter individual; de la necesidad de contar con un enunciado
general (una máxima de experiencia) al que, por razones materiales,
no formales (según se trate de una generalización válida, de una
cuasigeneralización, etc.)
[22],
habría que otorgarle un mayor o menor
peso; o de la existencia de una variedad de enunciados que exigen
tratamientos diferenciados: según afirmen, por ejemplo, la existencia
de un hecho externo o un hecho psicológico, se refieran a hechos
determinados valorativamente (“razonable”, “normal”), etcétera.
La argumentación en materia de hechos es, sin duda, una de las
instancias de la vida del derecho en la que se hace más patente
la necesidad de apertura hacia el conocimiento científico (hacia
las ciencias empíricas). Así, es natural que los criterios que suelen
usarse para justificar las inducciones científicas sean en principio
de aplicación a la inducción probatoria. Pero no puede olvidarse
tampoco que entre ambos campos existen diferencias considerables.
Una de ellas es que la conclusión de una inferencia probatoria es un
enunciado que afirma que en el pasado se ha producido tal hecho,
de manera que la analogía tendría que trazarse no tanto con lo que
se ha llamado ciencias nomotéticas (que establecen leyes generales),
sino con las ciencias idiográficas, orientadas hacia lo concreto y lo
individual (las ciencias históricas). Y otra, la más importante, es que
los presupuestos que presiden el razonamiento probatorio del juez
no son únicamente de carácter teórico, cognoscitivo (el objetivo no
es simplemente conocer lo que ocurrió), sino también práctico. Es
obvio que la presunción de inocencia o la prohibición de tomar en
consideración las pruebas ilícitamente obtenidas no son tanto (o
no solo) garantías de carácter epistemológico como (o también) de
carácter práctico: no están dirigidas (o no lo están centralmente)
a incrementar la probabilidad de alcanzar la verdad, sino a evitar
resultados que se consideran (y con toda razón) como indeseables:
castigar a un inocente (lo que se quiere evitar aunque la presunción
de inocencia suponga también no castigar a muchos culpables) o que
la policía, la fiscalía, etc., incurran en comportamientos atentatorios
de los derechos de los individuos (lo que ocurriría si no hubiese límites
estrictos en cuanto a cómo obtener las pruebas).
En definitiva, a propósito del razonamiento probatorio (como ocurre
en general con el razonamiento jurídico), es esencial tener en cuenta
el marco institucional. El razonamiento probatorio del juez no es (o
no del todo) un caso especial de diálogo racional de carácter teórico
o teórico-práctico, por más que la verdad sea, por supuesto, un valor
fundamental del proceso (pero no el único). Y menos aún puede considerarse la argumentación en
materia de prueba en términos de
ese tipo de diálogo si en lugar de situarnos en la perspectiva del juez
nos pusiéramos en la del abogado. Es bastante obvio, por ejemplo,
que el interrogatorio de testigos que llevan a cabo los abogados es
un tipo de diálogo que se aleja mucho del diálogo racional. Como
decía al comienzo, pretender que la argumentación jurídica, en todas
sus instancias, es un caso especial del discurso racional presupone
una concepción idealizada, por no decir directamente falsa, de la
práctica jurídica.
7.
En un sentido amplio de la expresión (el de la tradición
hermenéutica) toda la práctica del derecho tiene un
carácter interpretativo. Pero lo que los juristas suelen
entender por problema de interpretación es un tipo
específico de cuestión cuya solución requiere de diversas
formas y técnicas de razonamiento necesariamente
presididas por una teoría no solo general, sino también
normativa del derecho [23]
El carácter genéricamente interpretativo de la práctica jurídica es una
consecuencia de que el derecho no sea una realidad natural, sino una
actividad humana, cuyo sentido no puede captarse si nos situáramos
en una perspectiva completamente ajena a la de los participantes
en esa práctica. Ocurre como con cualquier otra actividad, por
ejemplo, un juego, cuyos movimientos no podríamos entender si
prescindiéramos del propósito de este, de las reglas que lo rigen, etc.
Los “hechos” (la realidad) del derecho son por ello siempre, en alguna
medida, hechos interpretados, entendidos desde la perspectiva de
esa institución.
Pero, además, la materia prima del derecho es, en buena medida,
lingüística, y eso plantea un particular problema de interpretación.
O sea, un fragmento lingüístico tiene siempre que ser entendido
(interpretado en el sentido amplio de la expresión), pero esto puede
ocurrir de manera espontánea o bien (cuando surge alguna duda)
merced a un procedimiento que es a lo que cabe llamar interpretación
en un sentido más estricto. Así entendida, una cuestión interpretativa
no tiene necesariamente un carácter normativo, puesto que la duda
puede surgir, por ejemplo, en relación con la declaración (escrita u
oral) de un testigo o en relación con cualquier documento que pueda
resultar relevante para el derecho. Entre las cuestiones de prueba y
las cuestiones de interpretación no puede establecerse, por lo tanto,
una separación tajante.
En su sentido más estricto, una cuestión interpretativa surge
cuando se tiene una duda de comprensión en relación con un texto
normativo. La estructura del problema es simple: en un determinado
texto hay una expresión (una palabra o una oración) que puede
entenderse en más de un sentido y se necesita optar por uno de
ellos; simplificando, en favor de S1 o de S2. En un argumento (judicial)
interpretativo cabe distinguir entonces (podría considerarse como su
“justificación interna”) tres elementos: 1) el enunciado a interpretar, 2)
el enunciado interpretativo y 3) el enunciado interpretado; este último
se sigue deductivamente como conclusión de los dos anteriores, que
funcionan como premisas. Para resolver el problema se necesita
argumentar a favor de tal enunciado interpretativo (de la premisa 2),
puesto que 1) está, por así decirlo, ya dada), y esto podría denominarse
“justificación externa” del argumento interpretativo. Por ejemplo:
-
Todos tienen derecho a la vida (art. 15 de la CE).
-
“Todos”, a los efectos de este artículo, significa todos los
nacidos.
-
Por lo tanto, todos los nacidos tienen derecho a la vida.
Y la “justificación externa” de 2) consistirá en un argumento más o
menos complejo en el que se habrán utilizado diversos “cánones
interpretativos” que pueden referirse al significado literal de “todos”, a
la intención que tuvo el autor del texto al usar esa expresión, etcétera.
Dado que una cuestión interpretativa surge en relación con un texto
(normativo), lo que origina una duda interpretativa tiene que ser
algún tipo de dificultad conectada con la redacción de ese texto. O
sea, la teoría de la interpretación es, en cierto modo, el revés de la
teoría de la legislación
[24]. Por
eso, yo creo que las dudas interpretativas
(las subcuestiones interpretativas) pueden clasificarse en cinco
apartados, cada uno de ellos conectado con el correspondiente nivel
de racionalidad legislativa. O sea, lo que hace que el significado de un
texto resulte dudoso puede ser alguno de los siguientes factores (o
una combinación de ellos)
[25]: 1) el
autor del texto ha empleado alguna
expresión imprecisa (problemas de ambigüedad o de vaguedad); 2)
no es obvio cómo ha de articularse ese texto con otros ya existentes
(problemas de lagunas y de contradicciones); 3) no es obvio cuál
es el alcance de la intención del autor (la relación entre lo dicho ―
lo escrito― y lo que se quiso decir); 4) es problemática la relación
existente entre el texto y las finalidades y propósitos para los que este
debe servir (con relativa independencia de lo que haya querido el
autor), y 5) es dudoso cómo debe entenderse el texto de manera que
sea compatible con los valores del ordenamiento.
A partir de aquí, los cánones o reglas interpretativos podrían clasificarse
según su función sea la de resolver una u otra de las anteriores dudas,
pero esto no tiene demasiada importancia, e incluso puede ser un
inconveniente empeñarse en presentar de manera muy sistemática
una materia que solo admite un tratamiento del tipo de lo que Vaz
Ferreira llamaba un “pensar por ideas para tener en cuenta”26. Lo que
importa es darse cuenta de que todas esas reglas operan como la premisa mayor (o, en la
terminología de Toulmin
[27], como
la garantía)
de la diversidad de “argumentos interpretativos” que los juristas
utilizan en lo que antes habíamos llamado la justificación interna del
argumento interpretativo, tomado en su conjunto.
Ahora bien, todos los argumentos interpretativos (el argumento a
contrario, a simili, a fortiori, ad absurdum, etc.) constituyen técnicas
que, naturalmente, cabe usar con uno u otro propósito y presentan
también ciertas dificultades típicas. Por ejemplo, la analogía permite
ampliar el significado de una expresión, pero su uso supone que
el caso en principio no previsto es esencialmente semejante al
previsto y de ahí derivan una serie de estrategias argumentativas
(con un importante ingrediente retórico) a utilizar. Pero la cosa no
puede quedarse ahí, entre otras razones porque lo normal es que
para resolver un problema pueda usarse, en principio, más de una
técnica argumentativa (canon interpretativo), de manera que es
necesario dar prioridad a alguno de esos criterios, lo que nos lleva a
remontarnos a alguna teoría de la interpretación. O sea, una teoría de
la interpretación jurídica (como parte de la teoría de la argumentación
jurídica) no puede ser simplemente descriptiva e instrumental. Debe
tener también un componente normativo, tiene que servir como
guía para la práctica y eso solo puede lograrse si se parte de alguna
concepción del derecho que incorpore elementos de filosofía moral
y política. Básicamente, se necesita partir de un modelo constructivo
de interpretación, más o menos con las características del de Dworkin,
en el que se articulan dos componentes básicos: el objetivo de mejorar
la práctica del derecho (que es la respuesta a la pregunta de para qué
interpretar, y la necesidad de respetar los límites autoritativos que son
definitorios de esa práctica (que puede verse como una contestación
a la pregunta de por qué hay que interpretar en el derecho).
8.
A pesar de toda la polémica que rodea la ponderación,
hay ya disponible todo un arsenal conceptual que
constituye una especie de sentido común jurídico que
los jueces deberían suscribir. Básicamente, se trata
de entender que la ponderación es un procedimiento
argumentativo estructurado en dos fases, al que es
inevitable recurrir en ciertos casos y en relación con el
cual es posible fijar ciertas pautas de racionalidad que lo
alejan de la arbitrariedad [28]
En efecto, en la ponderación que lleva a cabo un órgano judicial (dejo,
pues, de lado la ponderación legislativa) se pueden distinguir dos
pasos. En el primero ―la ponderación en sentido estricto― se pasa
del nivel de los principios al de las reglas: se crea, por tanto, una nueva
regla no existente anteriormente en el sistema de que se trate. Luego,
en un segundo paso, se parte de la regla creada y se subsume en ella
el caso por resolver. Lo que podría llamarse la “justificación interna” de
ese primer paso es un razonamiento con dos premisas. En la primera
se constata simplemente que, en relación con un determinado
caso, existen dos principios (o conjuntos de principios) aplicables,
cada uno de los cuales llevaría a resolver el caso en sentidos entre
sí incompatibles. En la segunda premisa se establece que, dadas
tales y cuales circunstancias que concurren en el caso, uno de los dos
principios derrota al otro, tiene un mayor peso. Y la conclusión vendría
a ser una regla general que enlaza las anteriores circunstancias con
la consecuencia jurídica del principio prevaleciente: por ejemplo, si se
dan las circunstancias X, Y y Z, entonces la conducta C está permitida.
Naturalmente, la dificultad de ese razonamiento radica en la segunda
premisa, y aquí es precisamente donde se sitúa la famosa “fórmula
del peso” ideada por Robert Alexy que vendría a ser, por lo tanto, la “justificación externa” de
esa segunda premisa. Todo el mundo sabe,
a estas alturas, en qué consiste esa doctrina, de manera que no hace
falta volver a repetirla aquí. Lo que sí me interesa aclarar es que ese
planteamiento, al menos tal y como ha sido entendido por muchos
juristas (no tanto por el propio Alexy), constituye un ejemplo bastante
claro de lo que Vaz Ferreira llamaba la falacia de la falsa precisión (Vaz
Ferreira, 1962). Pues, como se sabe, Alexy propone atribuir un valor
matemático a cada una de las variables de su fórmula y construye así
una regla aritmética que crea la falsa impresión de que los problemas
ponderativos pueden resolverse mediante un algoritmo, ocultando
en consecuencia que la clave de la fórmula radica, como es muy obvio,
en la atribución de esos valores: o sea, en determinar si la afectación
a un principio es intensa, moderada o leve, etc. Sin embargo, si
la construcción alexiana se entendiera de una manera sensata, lo
que tendríamos sería algo así como un esquema argumentativo
que incluye diversos tópicos y que nos puede resultar muy útil a la
hora de construir la justificación externa de esa segunda premisa: lo
que vendría a decir es que, cuando se trata de resolver conflictos
entre bienes o derechos (o entre los principios que los expresan:
X e Y) y tenemos que decidir si la medida M está o no justificada,
necesitamos construir un tipo de argumento que contenga premisas,
tales como (se podría presentar también como un conjunto de
“preguntas críticas” a hacerse) “la medida M es idónea para alcanzar
X”; “no hay otra medida M’ que permita satisfacer X sin lesionar Y”;
“en las circunstancias del caso (o en abstracto) X pesa más ―es más
importante― que Y”; etcétera.
En relación con la pregunta de cuándo un órgano judicial tiene que
ponderar, la respuesta es que tiene que hacerlo cuando las reglas
del sistema no proveen una respuesta adecuada a un caso (hay una
laguna en el nivel de las reglas); o sea, cuando se enfrenta a un caso
difícil y el juez necesita recurrir (de manera explícita), a los principios.
Aquí, a su vez, es importante distinguir entre dos tipos de lagunas
(insisto: de lagunas en el nivel de las reglas): las normativas, cuando no hay una regla, una
pauta específica de conducta que regule el
caso; y las axiológicas, cuando la regla existe, pero establece una
solución axiológicamente inadecuada, de manera que, en este
segundo supuesto, por así decirlo, es el aplicador o el intérprete (no el
legislador) el que genera la laguna.
Pues bien, si se entiende que el derecho, el sistema jurídico, no es
necesariamente completo en el nivel de las reglas, esto es, puede
tener lagunas normativas, entonces no queda otra opción que
aceptar que el juez (que no puede negarse a resolver un caso) tiene
que hacerlo acudiendo en esos supuestos a principios, es decir,
ponderando. Mientras que, en relación con las lagunas axiológicas,
el juez podría resolver sin ponderar, pero correría entonces el riesgo
de incurrir en formalismo, o sea, no podría cumplir, en esos casos de
desajustes valorativos, con la pretensión de hacer justicia a través del
derecho. Dicho de otra manera, hay ciertos casos en los que el recurso
a la ponderación por parte de los jueces es simplemente inevitable
(aunque no para todos los jueces: puede establecerse la regla de que,
cuando un juez se encuentra frente a una situación de ese tipo, debe
diferir el caso a un órgano superior). Mientras que en relación con los
otros ( con los supuestos de lagunas axiológicas) habría, en mi opinión,
que hacer una distinción entre tres tipos de desajustes: a) entre lo
establecido en la regla y las razones subyacentes a la propia regla:
los propósitos para los que se dictó; b) entre las razones subyacentes
a la regla y las razones (valores y principios) del ordenamiento
jurídico en su conjunto; c) entre las razones subyacentes a la regla
(y eventualmente al ordenamiento jurídico) y otras provenientes de
un sistema moral o de algún principio moral no incorporado en el
sistema jurídico. Sin entrar en detalles, yo creo que podría decirse
(que el sentido común jurídico nos dice) que en el primer caso no
es difícil justificar que se debe ponderar (sin entrar aquí en si debe
hacerlo cualquier juez o si la operación debe quedar reservada a
los jueces de los tribunales supremos o constitucionales); que en el
tercero no lo está nunca, pues supondría dejar de jugar el juego del derecho; y que en el
segundo es donde se plantean los supuestos
más complejos: en ocasiones puede estar justificado ponderar (en
otras no), pero tendrá que hacerse con especial cuidado y asumiendo
que la carga de la argumentación la tiene quien pretende establecer
una excepción a la regla (quien crea la laguna).
En fin, cuando se defiende que la ponderación es un procedimiento
racional, no se está afirmando que, de hecho, lo sea siempre. Es obvio
que se puede ponderar mal o ponderar cuando (o por quien) no debe
hacerlo. La racionalidad que puede observarse cuando se examina
la argumentación ponderativa que lleva a cabo, por ejemplo, un
tribunal en una serie de casos en los que se plantea, supongamos,
una serie de conflictos entre dos determinados principios consiste
en lo siguiente
[29]. Por un lado,
en la construcción de una taxonomía
(a partir de las propiedades consideradas relevantes) que permite ir
fijando categorías de casos cada vez más específicos (por ejemplo,
no únicamente entre el principio P1 y P2, sino entre el principio P1
acompañado de la circunstancia X y el principio P2 con la circunstancia
Y, etc.). Por otro lado, en la elaboración de reglas de prioridad: por
ejemplo, cuando se enfrentan esos dos principios acompañados de
esas circunstancias, el primer principio prevalece sobre el segundo.
Y finalmente en el respeto, en relación con la configuración de la
taxonomía y de las reglas, de los criterios de racionalidad práctica
(consistencia, universalidad, coherencia, etc.) a los que me referiré
en el punto siguiente. Bien entendida, bien llevada a la práctica,
la ponderación no es un mecanismo casuístico, arbitrario. Quien
pondera ha de tener la pretensión de que las soluciones que va
configurando servirán como pauta para el futuro, como mecanismo
de previsión, por más que sea un mecanismo imperfecto, en el
sentido de que siempre podrán presentarse nuevas circunstancias no
tenidas en cuenta hasta entonces y que pueden obligar a introducir
cambios en la taxonomía y en las reglas. Pero ese carácter abierto es
un rasgo característico de la racionalidad práctica.
Si se acepta lo anterior, entonces no se puede sostener que un
juez que recurre a la ponderación sea por ello un juez activista. El
activismo es, en mi opinión, uno de los peligros que acecha a la
función judicial y en el que se cae cuando el juez o el tribunal toma
una decisión saliéndose de los márgenes del derecho, o sea, una
decisión que no puede justificarse en términos jurídicos
[30]. Pero
eso no tiene por qué ocurrir cuando se pondera, aunque sea cierto
que este es un procedimiento argumentativo más abierto que la
subsunción y que, por tanto, plantea, como se ha dicho, unas mayores
exigencias argumentativas. En cualquier caso, conviene también ser
consciente de que el peligro opuesto al activismo es el formalismo
y que este último supone una amenaza no menos temible para el
buen funcionamiento de la jurisdicción. Si la actitud del juez activista
puede entenderse como un abandono del derecho para satisfacer
una cierta idea de la justicia (por cierto, no siempre de carácter
progresista: ha habido y hay muchos jueces activistas de derecha),
la del juez formalista consiste en olvidarse de que el sentido de la
jurisdicción no puede ser otro que el de procurar hacer justicia por
medio del derecho.
9.
La noción de buena motivación (o de motivación sin
más) implica que existen criterios objetivos para evaluar
los argumentos judiciales de tipo justificativo. ¿Pero se
trata de criterios puramente formales o tienen también
un alcance sustantivo? ¿Suponen alguna referencia a la
moral y, en particular, la asunción de un objetivismo moral
mínimo? ¿Son esos criterios suficientes para sustentar la
tesis de la única respuesta correcta en alguna de
sus versiones? Una respuesta positiva a esas cuestiones es
condición necesaria para tomarse la motivación
judicial en serio y presupone una concepción no
positivista del derecho [31]
El argumento más importante para sostener que existen criterios
objetivos para evaluar las motivaciones judiciales es que, si no
existieran, no podríamos dar sentido a la práctica judicial o, si
se quiere, tendríamos que adoptar una visión estrictamente
conservadora de esta: si no existieran esos criterios, entonces los
jueces (los de última instancia, los que ponen fin a las controversias)
no podrían cometer errores. Sus decisiones no serían únicamente
últimas, sino también infalibles.
Con esta afirmación se abre la cuestión de cuáles son esos criterios.
Hay muy pocos juristas que sean escépticos en relación con la
objetividad de la lógica formal (de los criterios incorporados en
sus reglas de transformación), pero ya hemos visto antes que esas
pautas tienen un alcance muy limitado. De manera que la pregunta
concierne más bien a si los criterios de carácter material y pragmático
pueden considerarse objetivos. También aquí cabría hablar de la
existencia de un consenso más o menos amplio, en el sentido de que
la inmensa mayoría de los juristas acepta que a la hora de evaluar
la calidad de una argumentación (ahora estamos situados en la justificación externa) deben
tomarse en consideración elementos
referidos a las fuentes del sistema, los criterios de validez, los métodos
de interpretación autorizados, etcétera. Pero, de nuevo, cuando se
trata de casos difíciles (o de casos de una especial dificultad), todo
lo anterior no es suficiente como para justificar la adopción de una
determinada decisión (frente a otra u otras). Se necesita recurrir a
un nuevo tipo de criterios, que serían los criterios de la racionalidad
práctica: universalidad, coherencia, adecuación de las consecuencias,
moral social, moral crítica y razonabilidad. No puedo referirme aquí
con ningún detalle a lo que significa exactamente cada una de esas
nociones (a cómo deben entenderse), pero sí quiero hacer unas
pocas precisiones al respecto. La primera es que esos criterios no
son un invento de teóricos del derecho (o de filósofos de la moral),
sino que están dados en la práctica (y no solo en la práctica jurídica),
aunque eso no quiera decir ―obviamente― que siempre se cumplan.
La segunda precisión, que deriva de lo anterior, es que considerar
que esos criterios son o no propiamente jurídicos depende de la
concepción que se tenga del derecho. No lo serían si concebimos
el derecho exclusivamente como un sistema de normas, pues es
posible que estas no se refieran (o se refieran de una manera muy
limitada) a esos criterios; otro tanto puede decirse, por otro lado,
en relación con el uso de las fuentes, los requisitos de la validez o
los métodos interpretativos. Pero sí pertenecerían al derecho si lo
concebimos no solo como un sistema de normas, sino también (y
fundamentalmente) como una práctica en la que, como he señalado
varias veces, las normas (las normas dictadas por la autoridad) juegan
un papel de particular importancia. Así, la universalidad (que no es
lo mismo que generalidad) es un componente de la racionalidad
práctica sin el cual no podríamos entender ni el funcionamiento del
precedente (la doctrina del stare decisis) ni el juego de las excepciones
a las reglas generales (la equidad aristotélica que viene a ser lo mismo
a lo que hoy se suele llamar derrotabilidad o revisabilidad), y la noción
de coherencia (que no es mera consistencia lógica) es lo que está en
el fondo del argumento por analogía y del de reducción al absurdo:con la analogía se trata de
introducir nuevos elementos en el sistema
y con la reducción al absurdo de eliminar los que pudiera haber
como consecuencia, por ejemplo, de llevar a cabo una determinada
interpretación, de manera que en ambos casos se trata de preservar
la coherencia, las señas de identidad del sistema (Curso, p. 557).
En fin, la razonabilidad supone algo así como un criterio de cierre,
que marca el límite a todos los otros y consta de dos componentes
fundamentales: una idea de equilibrio, de balance adecuado en el
manejo de todos esos criterios, unida a la de aceptabilidad en un
sentido tanto fáctico como normativo (quien argumenta de manera
razonable se esfuerza por encontrar puntos de acuerdo reales que
puedan servir para llegar a un nuevo acuerdo, o sea, para pasar de lo
aceptado a lo aceptable).
No es difícil probar que el argumento justificativo de un juez incluye
siempre alguna premisa de carácter moral. En principio, esto resulta,
por así decirlo, incontestable cuando la motivación hace explícita
referencia bien a la moral positiva o bien a la moral crítica. Es cierto que
ese es un dato por así decirlo cultural, pues no en todos los sistemas
judiciales nos encontramos con un uso manifiesto de argumentos
morales; y en todo caso, cuando se da, es únicamente en relación con
casos particularmente controvertidos. Por lo que la prueba a la que
antes me refería descansa básicamente en lo que Nino consideraba
como la cuestión (la tesis) más importante de la filosofía jurídica: que
las normas jurídicas no suponen por sí mismas razones de carácter
justificativo, o sea, la existencia en cualquier razonamiento judicial
de carácter justificativo de una premisa (implícita) que establece la
obligación para los jueces de aplicar el derecho (el derecho de su
sistema), obligación que tiene necesariamente carácter moral. Ahora
bien, si esto es así, entonces un juez no podría motivar propiamente
sus decisiones si pensara que la moral carece de objetividad. No
puedo de nuevo entrar aquí en detalles
[32]
, pero me parece importante aclarar estas dos cosas. Una es que objetivismo moral no significa
absolutismo: el objetivista es falibilista, esto es, está abierto a los
argumentos y, en su caso, a modificar su postura. La otra es que el
objetivismo no es tampoco (necesariamente) un tipo de realismo
moral: lo que se quiere decir con ello no es que existan “objetos”
morales distintos a los pertenecientes al mundo natural o social, sino
que existe la posibilidad de discutir racionalmente sobre cuestiones
morales (sobre valores o fines últimos no solo sobre medios); se trata,
en definitiva, de un objetivismo de las razones.
Llegamos con eso a la cuestión de si los anteriores criterios permiten
a un juez llegar siempre a la determinación de la respuesta correcta
para cada caso (difícil) que se le presente. Muchos juristas y filósofos
del derecho piensan que no y aducen como razón la falta de consenso,
esto es, la existencia frecuente de discrepancias, y de discrepancias
que no afectan únicamente a quienes defienden algún interés de
parte, a los abogados, sino también a los propios órganos judiciales
y a los cultivadores de la dogmática. Sin embargo, el argumento
parece claramente defectuoso, puesto que de esa falta de acuerdo
sobre cuál es la respuesta correcta en un caso se infiere que entonces
no hay tal respuesta correcta, cuando lo único que podría concluirse
es, si acaso, que no conocemos cuál es esa respuesta o que existe
incertidumbre sobre ella
[33]. En
realidad, sostener la tesis de que existe
una única respuesta correcta para cada caso que se le presenta a un
juez implica asumir una postura que es mucho menos radical de lo
que a primera vista pudiera parecer. Esto es así porque la afirmación
concierne únicamente a la respuesta de un juez (no, por ejemplo a la
del legislador: sería realmente extraño pensar que una determinada
ley sobre tal materia era la única ley correcta) y ya hemos visto que el
problema que tiene que resolver admite, por lo general, únicamente
dos respuestas: culpable-inocente, válido-inválido, etc., de manera
que lo que se estaría diciendo es que de dos únicas alternativas, hay una de ellas que es
superior a la otra o, dicho de otra manera,
el significado de la tesis es que no habría casos de puro empate, en
los que las razones a favor de una decisión pesaran exactamente lo
mismo que las existentes a favor de la otra. Pues bien, yo creo que esa
tesis es fácilmente asumible si precisamos que debe entenderse en
el sentido de que casi siempre existe una única respuesta correcta
aunque no puede excluirse la posibilidad de alguna excepción en
supuestos muy extraordinarios; y de que no excluye tampoco la
posibilidad (igualmente muy excepcional) de casos trágicos, esto
es, de supuestos en los que no hay ninguna respuesta que pueda
calificarse de correcta (que no vulnere algún principio o valor
fundamental del ordenamiento), aunque una pueda ser la mejor, la
menos mala (o sea, un caso trágico no es necesariamente un caso
de empate).
En fin, si digo que todo lo anterior presupone una concepción
no positivista del derecho, ello se debe a que tomarse en serio la
motivación, en el sentido indicado, implica entender el derecho no
simplemente como un fenómeno autoritativo, sino también como
una práctica con la que se trata de lograr ciertos fines y valores. Para
ello, a su vez, se necesita sostener un objetivismo moral mínimo que,
naturalmente, no supone para nada identificar el derecho con la
moral, con la justicia. Supone que el jurista, el juez, debe esforzarse
por encontrar una solución justa (objetivamente justa) y que, en
el contexto de los Estados constitucionales, puede lograrlo en
muchísimas ocasiones, aunque no en todas.
10.
La argumentación puede considerarse como un método
de resolución de problemas y, por ello, en la elaboración de
un argumento judicial justificativo (de una motivación) es
útil distinguir las siguientes fases: identificación y análisis
del problema; propuesta de una solución; comprobación y
revisión, y redacción de un texto3 [34]
Argumentar es una actividad con la que se trata de resolver cierto
tipo de problemas manejando determinados recursos (y excluyendo
otros: por ejemplo, la utilización de la fuerza física, la manipulación
mental, etc.). Los problemas jurídicos que debe resolver un juez
tienen una serie de características que es importante tener en cuenta:
son problemas prácticos, relativamente bien estructurados (en
términos casi siempre bivalentes), dados en un medio institucional
que los condiciona fuertemente, que afectan siempre en mayor
o en menor medida a valores morales (no son, pues, problemas
puramente “técnicos”) y en los que el lenguaje tiene una especial
relevancia (recuérdese lo anteriormente señalado en el punto 7).
Los recursos a los que puede recurrir un juez no son exclusivamente
de tipo intelectual. Además de la razón (el logos), en la tradición
retórica siempre se consideró como instrumento retórico el talante
del orador (el ethos) y las pasiones del auditorio (el pathos). A esos
elementos emocionales habría que añadir todavía un componente
ético: las reglas deontológicas que conciernen a la profesión judicial
son también, en cierto modo, reglas argumentativas. Por lo demás,
los elementos de carácter emocional tienen menos importancia en el
caso del razonamiento judicial que, por ejemplo, en la argumentación
de los abogados, pero eso no quiere decir que esos aspectos más
“retóricos” desaparezcan allí del todo.
En la etapa de identificación y análisis del problema se puede
recurrir a instrumentos analíticos ya introducidos antes, como la representación de los
argumentos presentados por las partes, por el
juez a quo, etc., mediante diagramas de flechas; la identificación del
tipo de cuestión (procesal, de prueba, etc.) que hace que un caso sea
difícil; o el test de evaluación de los argumentos a que se ha hecho
referencia en el punto anterior. La propuesta de solución puede
verse en términos de intuición “controlada” (no de corazonada) o,
si se quiere, como un momento abductivo que, por ello, tiene que
dar paso a la tercera etapa, en la que la comprobación y revisión de
esa decisión puede hacerse recurriendo de nuevo a un diagrama
de flechas que ayude a plantearse si todos los pasos y argumentos
necesarios para llegar a la conclusión pretendida pueden justificarse.
Si es así (si no, es necesario volver a las fases anteriores para plantear
una nueva propuesta de solución) lo que queda es redactar un texto.
En esta última fase, cobran gran importancia dos aspectos que están
en el centro de la tradición retórica: la organización del discurso en
partes (exordio, narración, división, argumentación y conclusión) y la
expresión del discurso (la elocutio), con las reglas y recomendaciones
para escribir un texto jurídico (una motivación judicial) de manera
clara y efectiva. Todo ello tiene gran importancia práctica para que el
juez argumente bien sus decisiones, pero no es posible entrar aquí
en detalles.
Finalmente, no cabe olvidar que la tarea de motivar una decisión,
sobre todo cuando se trata de juicios de apelación, corresponde
muchas veces a órganos colegiados y constituye, por lo tanto, una
actividad colectiva. Motivar no es, en esos casos, el fruto de un proceso
mental desarrollado por un individuo, sino de la deliberación que ha
tenido lugar entre los diversos miembros del tribunal y en la que se
presentan inevitablemente elementos estratégicos que la apartan
en mayor o menor medida del discurso práctico racional.