Presidente de honor del diario El País y académico de número de la Real Academia de la Lengua Española (RAE).
Real Academia de la Lengua
España
Especial
Recibido: 20 abril 2023
Aprobado: 15 de mayo de 2023
Obra bajo licencia
Creative Commons
Atribución-NoComercialSinDerivadas 4.0 Internacional
Vol. 1, núm. 23, junio 2023
ISSN (impreso): 2305-2589
ISSN (en línea): 2676-0827
Sitio web:
https://saberyjusticia.enj.org
Esta conferencia fue presentada el 20 de abril de 2023 en el Auditorio de la Suprema Corte de
Justicia de la República Dominicana durante el lanzamiento de la Cátedra de Comunicación
“Adriano
Miguel Tejada” organizada por la Escuela Nacional de la Judicatura.
El profesor Cebrián es autor de más de 20 libros sobre periodismo, sociología, política, y entre
ellos, algunos de ficción. Caballero de las Letras y las Artes de Francia. Ha recibido numerosos
reconocimientos y premios por su labor profesional de más de 50 años. Investido doctor honoris
causa
por la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.
Por sus merecimientos y aportes a la cultura, en la República Dominicana, recibió la Orden
del
Mérito Duarte, Sánchez y Mella en Grado de Comendador de la presidencia de la República, pero
también, el nombramiento de profesor honorario de la Universidad Iberoamericana, entre otros
muchos
reconocimientos internacionales.
Algunas distorsiones entre
los medios de comunicación
y los tribunales proceden
de los conflictos legales
relacionados con los delitos
de opinión
Los responsables de esta prestigiosa Escuela me sugirieron que propusiera en mi disertación
algunas ideas respecto a cómo pueden mejorar las relaciones entre las instituciones
jurídicas y
el mundo de los medios. Voy a intentar cumplir con el compromiso a cambio de que este digno
auditorio acepte que me aventure a hacerlo también con mi oficio. Estudié Filosofía y no soy
jurista, sino periodista. Como tal me limito a contar historias. Pienso que, para jueces y
fiscales, para abogados y juristas, no estará de más escuchar un relato sobre los medios y
la
sociedad digital ―el mundo wiki― cuya comprensión resulta básica a la hora de relacionarse
con
ella. Y resultará cuando menos más entretenido que cualquier abstrusa discusión teórica.
En 1778 el capitán James Cook desembarcó por vez primera en el archipiélago hawaiano. Él y
sus
hombres eran los primeros occidentales en poner pie en aquellas islas. Encontraron un pueblo
acogedor y primitivo, cuyos habitantes vivían en plena naturaleza y eran poseedores de un
idioma
(el olelo) casi musical, que no merecía expresión escrita. Para entenderse con ellos Cook
procuró transcribir sus fonemas y construyó una lengua con solo doce consonantes y unos
especiales signos de puntuación. El empeño no fue exitoso. Los
aborígenes se acostumbraron a utilizar una jerga local, trufada de vocablos aparentemente
ingleses, una especie de creole hawaiano. Así nació el término wiki, que parece una
deformación
del quick o el quickly inglés, expresión que se habría utilizado para meter prisa en sus
tareas
a los trabajadores. Eso explica que se haya usado por lo general por partida doble,
exhortando a
la gente, ¡wiki, wiki!, ¡deprisa, deprisa!, a ser eficaces y rápidos.
En 1909 Jack London escribió Martin Eden, que narra la lucha de un autor novel por publicar
en
las revistas. Una de las obras que le acabará dando fama y dinero al protagonista se llama
Wiki,
wiki, un cuento hawaiano, lo que revela que la expresión estaba ya muy extendida. En 1963
una
actriz de Hollywood nacida en Shanghái, hija de un ministro de Chiang Kai-shek, se convirtió
en
la primera chica wiki wiki de la historia al aparecer con una falda de ramas y flores en los
anuncios de gasolina de la Chevron. Pero nada de esto sabía Ward Cunningham, creador de la
WikiWikiWeb, cuando en 1994 decidió llamar así a la página de Internet en la que proponía un
sistema cooperativo que permitía intervenir a los usuarios en los textos e imágenes a los
que
accedían. Se le ocurrió el nombre al acordarse de los autobuses que enlazan las diferentes
terminales del aeropuerto de Honolulu, que se llaman Wiki Wiki Shuttle. A partir de entonces
el
wiki wiki es hoy una de las expresiones más extendidas en el mundo, casi tanto como el uaca
uaca
de Shakira.
La WikiWikiWeb se trataba de un método de colaboración rápida en la Red, que permitía a los
usuarios editar cualquier página o crear páginas nuevas mediante un software sencillo y
estándar. Los wikis constituyen un sistema para elaborar documentos colectivos y, aunque el
más
famoso y popular que han generado es la Wikipedia, se emplean para muchos otros propósitos.
Es sorprendente la multitud de ensayos, análisis y encuestas publicadas al final del pasado
siglo que nos advierte de los formidables efectos que la sociedad digital iba a producir en
nuestra convivencia. En lo sustancial, esas premoniciones (entre las que sobresalían las
profecías de Negroponte ―Being digital― o el libro Goodbye Gutenberg: la revolución del
periodismo electrónico de Anthony Smith) coincidían en adoptar un talante de relativo
optimismo
y fe en el futuro de los medios de comunicación. A condición, eso sí, de que los
protagonistas
de estos fueran conscientes del significado de la nueva cultura y se mostraran capaces de
adaptarse a ella. A pesar de ser tan abundantes y frecuentes los avisos acerca de las
mutaciones
predecibles en el comportamiento de los consumidores, los empresarios de la mayoría de las
compañías de medios fuimos perezosos a la hora de emprender un plan de transformación.
Ninguna
de las operaciones exitosas llevadas a cabo en este terreno ha sido fruto de los grandes
conglomerados clásicos, sino de la actividad desacomplejada y lúdica de los dormitorios
universitarios. Facebook, Google, Microsoft, Twitter y hasta Tik Tok son buenos ejemplos de
esto, pero de ser inicialmente competidores de los grandes imperios mediáticos y de
comunicación
pasaron en apenas unos años a sustituirlos.
El éxito de los wikis responde a una constante generalizada del sistema de información
digital:
la interacción y la cooperación constituyen el núcleo de su actividad. Nos preguntamos por
el
futuro de los medios al tiempo que hemos construido una sociedad cada vez más
desintermediada.
La verdadera cuestión residía en interrogarse no en cuál podía o puede ser todavía el papel
de
los medios ni en su modelo de negocio en la sociedad digital, sino si van a existir o
existen
medios en el sentido clásico de la palabra. En definitiva, si la esencia del periodismo, que
consiste en contar lo que pasa a los demás, va a sobrevivir en un mundo en el que cada cual
es
capaz de comunicar sus experiencias por sí mismo, dirigirse al orbe entero y escucharlo
también
sin necesidad de mediación alguna.
¿Esto es verdad? ¿No es más cierto que sí existen mediaciones, pero de otro género y especie
a
las que estábamos acostumbrados? ¿Son Google, Facebook, Instagram, WhatsApp, YouTube,
Twitter o
Tik Tok medios de comunicación? Deben serlo, porque la gran mayoría de los ciudadanos de
muchos
países se enteran de las noticias fundamentalmente a través de estas plataformas, que
facturan
ingentes cantidades de publicidad frente a la crisis que padecen los medios tradicionales.
¿Qué
son estas plataformas y las redes sociales que de ellas cuelgan? ¿De dónde emana su fabuloso
poder y riqueza, que ha destruido ya a los imperios mediáticos de todo el mundo y a los
antiguos
monopolios de las telecomunicaciones? Ni más ni menos que una colección de algoritmos. Con
el
desarrollo de la inteligencia artificial hay por lo mismo quien se pregunta si los
periodistas
seremos sustituidos por ecuaciones complejas. No se dan cuenta de que en gran medida lo
hemos
sido ya.
Los intermediarios han tenido siempre mala fama en cualquier sector de la economía y ahora
también en la política. En esta la desintermediación parece confundirse con la democracia
directa. Esta es la primera forma de democracia que recuerda la historia, pues la asamblea
ateniense equivalía a un hombre, un voto. Y digo bien, ya que en ella no tenían cabida ni
las
mujeres ni los niños ni los esclavos, que carecían de la condición de ciudadanos. Salvo en
el
caso de la Confederación Helvética, la democracia directa se ha deslizado siempre
peligrosamente
hacia el populismo y ha sido un instrumento utilizado por dictadores y regímenes
totalitarios.
El deseo de los líderes populares por comunicarse directamente con su pueblo es inevitable,
va
en aumento y también afecta a los políticos democráticos. Se hizo famosa la frase de Felipe
González, cuando ocupaba la jefatura del Gobierno español, en el sentido de que hay que
distinguir entre la opinión pública y la publicada. Respondía a la constatación de que
mientras
la mayoría de los medios se mostraba crítica respecto a su tarea, él ganaba repetidas
mayorías
absolutas en las elecciones. Esta desconfianza respecto a los medios que pretenden vertebrar
las
opiniones públicas tiene su
réplica en las críticas que los propios medios y muchos periodistas
hacen del sistema de representación. La preponderancia de los
partidos en la articulación de las democracias europeas, así como los
calendarios electorales, explica la obsolescencia de las instituciones
y su incapacidad para hacer frente a los retos actuales. Aunque nos
resistamos a reconocerlo, partidos políticos y periódicos, Gobiernos,
parlamentos y Poder Judicial, emisoras de radio o de televisión han
sido y son facetas de un único mecanismo de funcionamiento del
Estado liberal y de articulación del poder, que ha pervivido en las
democracias por más de doscientos años. Por eso el sistema mismo
ha entrado en crisis a partir de la revolución digital.
El wikiperiodismo es al periodismo lo que la Wikipedia a las
enciclopedias clásicas. Aunque aparentemente se trata de productos
parecidos u homogéneos, y responden a una demanda muy similar,
las diferencias que albergan entre ellos son profundas. En el mundo
wiki la interacción instantánea es la clave, el conocimiento es colectivo
y, en principio, no hay un liderazgo visible o demostrable al que atribuir
la responsabilidad del rigor intelectual. Como sucede con las marcas
blancas de los supermercados de alimentación, lo que se gana en
participación se pierde en calidad del producto. Pero eso no parece
preocupar al usuario, antes bien es un aliciente añadido el espejismo
de creerse capaz de influir hasta tal extremo en la vertebración de la
opinión pública global.
Entre esos mitos que agitan el universo de Internet se encuentra
el que el profesor Ruiz Soroa define como el de la existencia “de
un pueblo que toma decisiones en la plaza pública”. Sin embargo
“el pueblo, él solo, no puede formar una voluntad, no puede tomar
una decisión, porque le falta el indispensable polo de alteridad que
necesita para ello”. Sin los elementos de representación política, el
poder del pueblo queda reducido a la aclamación. La democracia, un
sistema basado en la opinión pública, necesita sobre todo de la opinión publicada, de la
discusión y la contradicción, en el ejercicio del poder
representativo. El problema reside en averiguar cómo podemos, los
mediadores, periodistas o políticos, ayudar a los ciudadanos a ejercer
sus opciones si el principio de alteridad desaparece.
Los periódicos, tal y como han llegado hasta nuestros días, forman
parte de la institucionalidad que la democracia representativa
alumbró en los albores del siglo XIX. A quienes están acostumbrados
a mirar la prensa solo como un “antipoder” les provoca desasosiego
comprobar que las grandes empresas dedicadas a la comunicación
formaron parte de la realidad institucional que facilita el consenso
sobre el que se edifica el poder democrático. El papel singular que
los medios han jugado en su formación ha hecho que, durante siglos,
los periodistas vivamos la esquizofrenia de ser parte de los poderes
institucionales al tiempo que provocamos en ocasiones su fractura.
Los periodistas éramos mediadores entre la realidad y nuestros
lectores o usuarios, igual que los diputados lo son entre la autoridad y
quienes los eligen. Todo esto ha funcionado así más o menos durante
doscientos años. Hasta que la sociedad digital ha puesto de relieve
las carencias no solo de la industria mediática, sino sobre todo de
la arquitectura política que contribuye a sujetar, y que se resiente
cada vez más, hasta el punto de amenazar ruina. El cuarto poder,
espina dorsal de las democracias, se encuentra en una lucha de
supervivencia. No se trata de una crisis coyuntural. Nos encontramos
ante un cambio de paradigma que ha trastocado el orden de los
valores y el entendimiento de la realidad. Un cambio equiparable
al que se generó tras la invención de la imprenta. Entonces la
cultura salió de los monasterios, se liberalizó el pensamiento, se
extendió la enseñanza y se potenció el comercio, ayudado por los
descubrimientos de nuevos territorios. Pero también surgieron las
guerras de religión que asolaron Europa durante siglos. En definitiva,
cambió la naturaleza del poder y su distribución.
Cada gran invención, cada aportación científica o tecnológica que ha
conocido la humanidad, se ha inscrito bajo el común denominador de la democratización del
poder.
Empowering the people, dar el
poder al pueblo, es el resultado de la expansión del ferrocarril, gracias
a la máquina de vapor; de la multiplicación de las comunicaciones,
debida al telégrafo y a los estudios sobre electromagnetismo; de la
generalización del uso de la energía, o de la eclosión de los medios de
comunicación de masas. De cada uno de esos eventos se derivaron
transformaciones profundas del comportamiento ciudadano. Y en
cada una de esas ocasiones la autoridad competente, amenazados
sus privilegios y sus aptitudes para coaccionar y manipular, se ha
resistido inútilmente al cambio.
La sociedad digital es más participativa e igualitaria que la que
todavía denominamos analógica. Es también más caótica y, en lo
que se refiere a la formación de la opinión pública, amenaza con
convertirse en una especie de basurero informativo en el que el reino
de los nuevos neologismos, la posverdad y las fake news amenazan
con destruir los viejos imperios mediáticos que han nucleado la
actividad política de las democracias. La construcción de las redes
sociales, iconos actuales del empoderamiento popular, equivale en
cierta forma a la de la Convención en la Revolución Francesa. Cabe
preguntarse si será también premonitoria del terror a fin de restaurar
el orden. Como en todo proceso revolucionario, sus promotores
tienden a dividirse en dos bandos. Los moderados pensaban que
Internet era una gran conversación, un diálogo global que podría fluir
con elegancia y respeto, pero lo que ahora vivimos es una asamblea
multitudinaria fuera de la cual no existe casi nada que merezca
reconocimiento.
Las nuevas tecnologías constituyen una gran oportunidad para el
desarrollo humano. Su uso debe ser potenciado al máximo mediante
la construcción de infraestructuras y la enseñanza adecuada de las
habilidades precisas para servirse de ellas. Pero hay que desconfiar
de quienes piensan que nos hallamos sin más ante un fenómeno de
liberación de nuestra especie, capaz ahora de expresarse libremente como nunca lo hizo. La
sociedad de la información está produciendo
y producirá grandes beneficios, pero también conlleva amenazas no
pequeñas, lo que nos obliga a plantearnos la capacidad de nuestras
instituciones (también las instituciones jurídicas) para controlar y
dirigir el cambio que se está produciendo. Esa habilidad para orientar
nuestro destino es lo que distingue a la civilización de la barbarie.
El desarrollo de Internet es, desde muchos puntos de vista, un desafío
a las formas de vida, los valores y las convenciones que han sustentado
por décadas el consenso democrático. La intimidad y la propiedad
intelectual son algunas piezas que ya se ha cobrado. En defensa de
los gurús que han dado a luz esos nuevos imperios, hay que decir
que es difícil encontrar dolo alguno en sus propósitos. Gran parte de
los avances en la sociedad de la información ―a comenzar por el uso
generalizado del correo electrónico― es fruto de la serendipia y se
ha producido de forma un tanto casual, a veces como un juego de
adolescentes, en los sótanos y garajes de las familias de clase media
americana o en los dormitorios universitarios. No es cierto que el
universo por ellos creado no se someta a reglas, pero la norma que
rige la convivencia en su seno no es ya la ley, sino el software. Y esto es
relevante a la hora de comprender los desafíos que contemplamos.
El cibernético es un espacio muy agitado, lleno de debates, chismes,
desinformación o información engañosa, un barullo y una mezcla
en la que es difícil distinguir lo verdadero de lo falso y lo público de
lo privado. Todo esto sucede a una gran velocidad y en un campo
virtual sin límites. Sería absurdo no reconocer que en ese universo
los ciudadanos han adquirido poder y tienen muchas oportunidades
antes desconocidas. Las tecnologías digitales son de integración,
permiten hacer cosas nuevas, en absoluto imaginadas o imaginables
previamente. Aportan un cambio cualitativo a la manera de
transmitir información y opiniones, pero eso no implica que sus
contenidos sean mejores, y la mayoría de las veces no lo son.
En las redes sociales predomina el rumor, el chisme, y la charla tabernaria, lo que los
anglosajones llaman bullshit, mierda de toro, pero conviven
paradójicamente con las referencias a la sabiduría y el conocimiento
universal, depositados ya hace años en la Red. Internet se desenvuelve
además en una época en la que predominan las reyertas ideológicas
y religiosas y triunfa la polarización política, impulsada por los
algoritmos que compañías, como Facebook, diseñan para que se
genere el conflicto en las redes, lo que garantiza por sí mismo un
mayor número de usuarios y de clics. Este es el caldo de cultivo de la
posverdad que, lejos de ser una mentira clásica, se ha convertido en
una verdad emocional. Las noticias difundidas en las redes sociales,
en numerosos confidenciales, en el marasmo bloguero que nos
invade, no tienen por lo general la función de informar, sino de crear
comunidad entre los afines. La objetividad o el contenido de la verdad
pasan a segundo plano.
Lo que hace el propietario de un terminal móvil es navegar por
un ecosistema complejo y gigantesco (información, cultura,
entretenimiento) que le permite no solo acceder al conocimiento
universal, sino participar de su elaboración. Nadie le ha de pedir
ninguna credencial, preparación o experticia de ningún género. La
tarea del periodismo profesional no puede ser otra que la de servirle
de guía y acompañante durante ese paseo, en una palabra, la de
ejercer el liderazgo de una colectividad, agrupada quizá, pero no
de manera exclusiva, en una de las muchas redes sociales que el
periódico tiene la responsabilidad de contribuir a crear.
Lo sucedido con el caso Wikileaks (otro wiki famoso) llevó a algunos
a insistir en características propias del periodismo tradicional: la
explicación de las noticias y la organización de los debates, su
confirmación y contextualización; la capacidad de los diarios de
referencia, también, para estampillar con el marchamo de su título
una garantía de calidad. Wikileaks, se dice, acudió a los periódicos
porque necesitaba de ellos. Pero los abogados de Julian Assange
han declarado repetidas veces que el antiguo hacker es, también él mismo, un tipo especial
de
periodista. Tan especial como que no se
dedicaba ni a buscar información ni a analizarla. Solo facilitaba que
los demás lo hicieran.
Hasta hace relativamente poco los periódicos adoraban las primicias
e inventaban mil maneras de acceder a las filtraciones. Ahora son
las filtraciones las que buscan caminos y derroteros distintos. Como
presidente del Instituto Internacional de Prensa asistí a numerosos
debates sobre la moralidad y licitud de utilizar, por parte de los
periodistas, métodos ilegales o documentos robados, partiendo de
la muy liberal convicción de que el fin no justifica los medios. Se
protegía también la vida privada, incluso la de los personajes públicos,
de tal forma que nadie desveló los amores del presidente americano
con Marilyn Monroe ni la existencia de una hija natural de François
Mitterrand hasta que los protagonistas de las noticias murieron. Pero
hoy nadie llega antes que nadie en el mundo de la instantaneidad.
Nuestros lectores ya conocen las noticias cuando abren el periódico,
la radio o la televisión, y no solo eso: han discutido sobre ellas, han
participado en debates en la Red o a través de mensajes de Twitter
o de WhatsApp de todo género; la privacidad o la intimidad son
bienes que cotizan a la baja. Máquinas y algoritmos que funcionan
veinticuatro horas sobre veinticuatro, gobiernan el lábil universo de la
información y el de lo que era la principal fuente de financiación de
los medios: la publicidad, que ya les ha abandonado. Los ciudadanos
aman la libertad de elegir, pero les cansa hacerlo a cada minuto. Sin
ellos saberlo, son las máquinas las que les están sustituyendo en
sus voliciones, aunque sigamos creyendo en el mito de la absoluta
libertad e independencia que la Red propala. Asistimos hoy a una
lucha entre los valores que emanaron de la Ilustración, sobre los
que se construyó el viejo orden, y los que se derivan de la identidad,
reclamados por la personalización que la sociedad digital promueve.
En medio de este ambiente debemos contemplar las relaciones no
siempre felices entre el Poder Judicial y los medios de información en las democracias. Ya
es
sabido que no hay democracia sin libre
expresión y que la independencia de los poderes del Estado,
singularmente el de los tribunales, es requisito esencial de un
sistema de libertades. La democracia representativa corre serios
peligros, amenazada por los procesos identitarios y la polarización
populista. Se benefician del ruido generado en Internet, promovido
por los Poderes Ejecutivos o los partidos en su lucha de poder,
mientras las leyes electorales benefician los intereses de las cúpulas
partidarias en detrimento de los derechos de los propios electores.
De hecho, en muchos países, incluido el mío, la independencia
parlamentaria es ya casi un ensueño y lejos de controlar el
Parlamento el Poder Ejecutivo es el Ejecutivo el que controla gran
parte de las decisiones que se toman en la sede de la soberanía
nacional. En esas circunstancias crece todavía más la necesidad de
defender la independencia del Poder Judicial, agredido sin disimulo
por muchos Gobiernos. En países formalmente democráticos, como
Polonia o Hungría, miembros de la Unión Europea y de la Alianza
Atlántica, los tribunales se ven sometidos a injerencias inadmisibles
por parte de los Gobiernos que promueven declaraciones y debates
en detrimento del prestigio de los jueces. En España hemos visto
a ministros, y ministras, del Gobierno actual acusar de fascistas,
públicamente y en sede parlamentaria, a los jueces que publicaban
autos y ejecutaban sentencias contrarias a los deseos del Poder
Político, e increparlos por ser machistas pese a que una gran mayoría
de jueces de instrucción son hoy día mujeres.
Algunas distorsiones entre los medios de comunicación y los tribunales
proceden de los conflictos legales relacionados con los delitos de
opinión. Otros de la abundancia ocasional de jueces o fiscales que
actúan como comentaristas frecuentes y, en ocasiones a sueldo, de
los programas de debate televisado, lo que en España condujo a la
identificación de los llamados jueces estrella. Algunos de estos han
utilizado su servicio a la magistratura como trampolín evidente para
su protagonismo político. Hemos visto por lo mismo a excelentes magistrados fracasar como
ministros y perder la compostura que
habitualmente tenían en la corte de justicia a la hora de responder a
las preguntas o comentarios de los reporteros. Respecto a los delitos
de opinión siempre he pensado que el mejor modelo a seguir han
sido las leyes de libelo de la tradición jurídica anglosajona. En España
la protección de los derechos individuales hace referencia al honor
y la intimidad de las personas, términos absurdamente ambiguos
y alambicados, pues como decía Calderón de la Barca, el honor es
patrimonio del alma y el alma solo es de Dios. Pero hay que advertir
además que cuando se habla de la necesaria digitalización de la
justicia, que en mi país tiene décadas de retraso, conviene plantearse
seriamente el uso por parte de muchos Gobiernos de la inteligencia
artificial para la prevención de los delitos mediante la creación de
perfiles digitales utilizados para denegar visados o puestos de trabajo
o admisiones de acceso al funcionariado o al sistema de enseñanza
de acuerdo con las presunciones llevadas a cabo por algoritmos. Pero
también la presunción de inocencia es vulnerada demasiadas veces
de forma impune por los medios de comunicación al aplicar a los
sospechosos, que en no pocas ocasiones resultan absueltos, lo que
en España se llama la pena de telediario. De todas maneras, el mundo
jurídico debería prevenir los excesos de la wikijusticia tanto como el
del periodismo las corrupciones del wikiperiodismo. No vaya a suceder
que sean los algoritmos los que acaben dictando sentencias incluso
antes de que se cometan los previsibles delitos. No solo la libertad de
información, la independencia judicial está bajo asedio en muchas
democracias, y ambas constituyen hoy quizás la última defensa de
los valores y principios que rigen las democracias liberales. Es preciso
recuperar las condiciones que favorezcan su desarrollo y apoyar a
quienes pueden liderar el progreso moral y ético definido por las
leyes. No podemos admitir sin más que las normas sean sustituidas
o dictada por el software. De otro modo, estaremos abocados a vivir
en un mundo sin maestros. Y un mundo sin maestros es un mundo
de impostores.