Vol. 1, No. 17, junio 2020

ISSN (Impreso): 2305-2589 • ISSN (en línea): 2676-0665

Sitio web: https://saberyjusticia.enj.org

Recibido: 11 de abril 2020 • Aprobado: 18 de mayo 2020

NUEVAS APOSTILLAS EN TORNO A LA FUNDAMENTACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS

New apostilles around the foundation from the human rights

Jorge Guillermo Portela

Universidad Católica Argentina y Universidad de Buenos Aires

jgportela@hotmail.com

Cómo citar: Portela, J. (2020). Nuevas apostillas en torno a la fundamentación de los derechos humanos. Revista Saber y Justicia, 1(17), 47-60. https://saberyjusticia.enj.org

Resumen

Este artículo pretende poner en claro que la fundamentación adecuada de los derechos humanos no puede ser otra que la de partir de un correcto discernimiento del concepto de naturaleza humana. Sólo así, se podrá obtener una base sólida y duradera, a salvo de las ideologías de turno y con un alcance verdaderamente universal. Pretender fundar a los derechos humanos en la validez de un tratado o de una ley, es disfrazar a un lobo con piel de cordero, por la sencilla razón de que el tratado o la ley pueden ser injustos o ser manipulados por la simple voluntad de los poderes de turno.

Abstract

This paper tries to make clear that the adequate foundation of human rights, can’t be other than starting from a correct judgment of the concept of human nature. Only in this way we can obtain a solid and long lasting base, safe from the ideologies of the day and with a truly universal scope claim to found a human rigths on the validity of a treaty or a law, is to disguise a wolf in sheep´s clothing, for the simple reason that the treaty or the law may be unfair or be manipulated by the simple will of the powers turns.

Palabras clave: naturaleza humana; normativismo; verdad; justicia.

Keywords: human nature; regulations; truth; justice.

Introducción

“Todo poder tiende a corromper, y todo poder absoluto tiende a corromperse absolutamente”, expresó Lord Acton, en un pensamiento que lo hizo célebre. En realidad, el notable político inglés expresaba una verdad política incuestionable: el carácter ilimitado del poder, su tendencia a abarcarlo todo y básicamente, el hecho de que ese mismo “poder” se haga cargo sólo de las ventajas, no de las desventajas.

Por cierto, que el poder puede ser ejercido arbitrariamente. La historia de las ideas son un muestrario de hasta qué punto los hombres en situación de superioridad política son capaces de negar o no reconocer lo más elemental y propio del ser humano: su dignidad.

La vulneración de los denominados derechos humanos puede ser hecha de dos formas muy groseras: o bien negándolos o, por el contrario, de una manera más artera y sutil: creando leyes, firmando tratados, haciendo declaraciones que luego no podrán ser aplicadas en el plano de lo real. El derecho, aquí, se transforma en ineficaz. Es lo que se denomina la eficacia simbólica del Derecho. La eficacia simbólica es un concepto de Lévi-Strauss que retoma la sociología del derecho (García Villegas, 1993) y la iusfilosofía (Botero, 2006, pp. 87-106) para indicar que hay normas que son emitidas con el fin de ser ineficaces instrumentalmente, pero eficaces políticamente. Pero también, al quitarle racionalidad a la ley, el legislador puede crear normas jurídicas manifiestamente injustas. Aquí el normativismo se enfrenta a un problema: ¿esa ley o tratado, que formalmente constituye derecho válido, puesto que ha sido creada por el procedimiento formalmente correcto, puede seguir siendo considerada Derecho? El paleopositivismo asegura concluyentemente que esto es así, si hemos de creer la enfática expresión kelseniana, al asegurar que el derecho puede tener no importa qué contenido. Hoy, a la luz de lo ocurrido en la historia, como ya dijimos, esa posición se bate en retirada.

Efectivamente, la experiencia de las dos guerras mundiales en el siglo XX fue suficiente para una nueva mirada respecto del Derecho, y fundamentalmente, la relación existente entre Derecho y Moral. Es interesante al respecto la posición asumida por Hart (2000, pp. 26 y ss), quien en el post scriptum al Concepto de Derecho, admite la existencia de un positivismo soft, también llamado “positivismo jurídico incluyente”, pues admite en el Derecho la presencia de un componente moral. En nuestros días, también el neoconstitucionalismo es un intento de fundar, desde valores y principios creados por el juez, una relación entre Moral y Derecho.

¿Cómo suplirla? Se considera que, no cabe otra alternativa que introducir en el campo jurídico, conceptos tales como los de verdad y justicia. Referirnos, al mismo tiempo, a la naturaleza humana, comprender sus principales características, en fin, adentrarse en su estructura y en conceptos que le son conexos, como, por ejemplo, la idea de finalidad, de hondo cuño metafísico.

Este artículo invoca entonces una vuelta a la consideración de la realidad, y al respeto que se debe tener por ella. Es inconcebible pensar en un Derecho sin verdad.

El primer problema que se plantea: la cuestión referida a los denominados derechos humanos es la de su adecuada fundamentación. Esto se afirma incluso, en el sentido fuerte del término ya que, ¿de qué sirve hablar una y otra vez de que portadores de derechos si no se sabe cuál es su origen? Podríamos decir que esta es, entonces, una cuestión preliminar. Pero todo preliminar supone una continuación que debe tener el mismo sentido que el antecedente, por aplicación de aquel simple principio filosófico que indica que todo agente obra por un fin. Empero, no debemos hacer de esta cuestión una situación circular: si la finalidad de los derechos humanos consiste en el plausible interés de proteger especialmente al hombre, es que la especie humana requiere de un interés especial de nuestra parte. Nuevamente, entonces: ¿de dónde proviene este interés?

Frente a este tema se está con una de las tantas manifestaciones que ha tenido una y otra vez el positivismo jurídico para justificar sus posturas. Sobre todo, si se ha de concordar con Norberto Bobbio (1993) quien en su obra El positivismo jurídico, con mucha profundidad señala cuáles son las características principales de dicha doctrina, entre las que menciona la de caracterizarse como “una teoría de la legislación como fuente principal del Derecho” (p. 169). En otras palabras: la ley es la única fuente de calificación, o al menos, es la más importante.

No se le puede adjudicar a la edad moderna, ni a los autores representativos de ella, la propensión a reducir el Derecho a la ley. Ni el mismo Hobbes, con su tendencia tan marcada en pensar en el origen de lo jurídico exclusivamente en el Estado, ha sido realmente original al expresar esta idea. En efecto, se recuerda que para el filósofo de Malmesbury la ley civil queda reducida, para cada súbdito, a “aquellas reglas que el Estado le ha ordenado de palabra o por escrito o con otros signos suficientes de la voluntad, para que las utilice en distinguir lo justo de lo injusto, es decir, para establecer lo que es contrario y lo que no es contrario a la ley” (Hobbes, 1998, p. 217).

¿La consecuencia? Pensar en el gobernante con una soberanía ilimitada: princeps legibus solutus est. En todo caso, el soberano dicta la ley, pero no está sometido a ella. Pero, así como esta idea ya aparece en el Digesto, no es menos cierto que los sofistas, renunciando a toda la tradición filosófica griega anterior, oponían claramente el concepto de ley al de naturaleza. La naturaleza (physis) carece de orden (atáctos), mientras que la ley (nomos) se basa cabalmente en este principio. Entonces, para los sofistas, la ley no sigue a la naturaleza, ni tiene analogía alguna con ella, sino que es el hombre el que la impone a la naturaleza. Así, al crear la ley y el Estado, el hombre se emancipa de la naturaleza y triunfa sobre el imperio del caos (Jaeger, 1953, p. 56).

Ahora bien, esta “propensión”, como la hemos calificado anteriormente, remata finalmente en la escuela de la exégesis, crecida a la sombra del código napoleón. Aquí se reduce completamente la tarea del juez a una mera aplicación mecánica de la ley, con lo cual se da la puntada que hace nacer al positivismo moderno: si el juez es un mero aplicador de la ley, entonces es no sólo posible sino necesario tributarle un culto, como si fuera el nuevo Dios de los nuevos tiempos. La ley lo es todo, la ley lo puede todo: “si la ley no distingue, nosotros no debemos distinguir”, enseñaban nuestros dogmáticos profesores de derecho civil.

Nada nuevo bajo el sol. Reducción de la naturaleza a la ley, como los sofistas. Ni siquiera con Montesquieu se había llegado a tanto, puesto que, como ya es sabido, su primer párrafo del Espíritu de las Leyes hace referencia a la necesaria presencia de la razón humana en su construcción. (Montesquieu, 2007, p.11). La ley es “una orden de la razón”, como la había señalado adecuadamente Tomás de Aquino en la Edad Media. Por lo tanto, si es algo propio de la inteligencia, el voluntarismo es dejado completamente de lado. El texto legal, lejos de la idea hobbesiana, no pertenece a la voluntad, sino que ha de respetar a la realidad, no a lo que el hombre cree que es la realidad.

Aquí se puede advertir alguna ingenuidad de parte del legalismo de los derechos humanos, por cuanto se encuentra con que su fundamento es la razón autónoma, no la naturaleza. En consecuencia, parece que, si se parte de nuestra propia razón dotada de autonomía, se debe lograr que ellas coincidan, de alguna manera. Pero la coincidencia no puede ser otra que la de la mayoría, o mejor aún, la del consenso por mayoría. Ciertamente se plantea en el centro mismo de la teoría rusoniana de la democracia, en la que se parte de una ficción: la voluntad de la mayoría es siempre justa, puesto que nadie puede ser injusto consigo mismo.

Rousseau (1979) dice:

…la voluntad general es siempre recta y tiende siempre a la utilidad pública (…) no hay ya que preguntar a quién corresponde hacer las leyes, puesto que son actos de la voluntad general, ni si el príncipe está por encima de las leyes, puesto que es miembro del Estado; ni si la ley puede ser injusta, justo que nadie es injusto consigo mismo; ni cómo se puede ser libre y estar sometido a las leyes, puesto que no son estas sino registros de nuestra voluntad (pp. 424-432).

Adviértase, de paso, que en este punto se da una coincidencia entre el contractualismo de Rousseau y el de Hobbes, ya que para este último -como ya se ha visto- la ley, por el sólo hecho de serlo, es justa. Entonces, el enunciado de que la ley es siempre justa es idéntico al que nos decía que nadie puede ser injusto consigo mismo.

Ahora bien, ¿resulta conveniente que los derechos humanos deban fundamentarse exclusivamente en la ley? Por lo pronto, se ha logrado algo importante: aproximarse a los orígenes de una característica propia de la modernidad: cierta “manía” legislativa. La tendencia a reducir todo al texto normativo o incluso, lo que es peor, suponer que, si se incorpora mágicamente “derechos” a los enunciados legales, ya se solucionan todos los problemas que puedan presentarse.

Probablemente, la manifestación más visible en el plano teórico de esta tendencia, sea la de concebir al Derecho como un sistema de normas. Kelsen ha sido su representante más genuino: el Derecho es un conjunto de normas coactivas. Esta es una posición que sustentó el jurista checoslovaco, durante toda su vida. Así: “Por derecho entendemos el derecho positivo, o sea un orden coercitivo dirigido a regular la conducta...” Kelsen (1979, p. 79) y también:

“Es característica del Derecho el ordenar o mandar un determinado comportamiento enlazando la conducta contraria, como condición, a un acto coactivo, llamado sanción, el cual debe ejecutarse al darse la condición.” (1974, pp. 409-418).

Pero, ciertamente, frente a tal descripción la realidad se cobró rápidamente la factura, ya que, si el Derecho se reduce simplemente a ese conjunto de normas, no se puede olvidar algo muy importante: omitir a las personas. Y si se olvida a las personas, se deja de lado a las conductas.

Claro que, si se toma en serio la condición de personas humana, no se podría reducir ese concepto tan rico a la de ser un simple centro de imputación de normas. En efecto, el fundamento último por el que existe el Derecho es la persona humana, aunque hoy, todavía bajo las secuelas del pensamiento secularizador, casi nadie habla de las personas humanas, y es que, desde el punto de vista secularizador, el concepto de “derechos humanos” presenta la ventaja de poder recurrir a ellos sin mencionar al ser humano que subyace y hace posible esos derechos (Carpintero, 2000, p.211).

Referirse directamente a la persona y a su conciencia acarrea necesariamente implicaciones teológicas. Por esta razón, algunos teóricos del derecho afirman que todos tenemos derecho a un trato sin discriminaciones, o a la vida, porque así lo dispone la declaración universal de los derechos del hombre, una ley. Pero eso es como declarar que la tierra es redonda porque así lo dispone un atlas geográfico (p. 212).

Ahora bien, si queda el problema de la fundamentación, y si se quisiera utilizar la expresión “derechos humanos”, se debería utilizar como criterio la ley natural. En esta línea, por ejemplo, han trabajado algunos autores, entre los que podemos destacar a Jesús García López y a Francisco Puy.

Así, García López (1979) en su obra Los humanos derechos en Santo Tomás de Aquino, señala que los derechos humanos coinciden con los derechos naturales del hombre, ante todo, puesto que los derechos –en sentido propioson todos ellos humanos. Se trata de los derechos primarios o fundamentales, que resultan de modo inmediato de las inclinaciones naturales del hombre (p.25). Puy, por su parte, advierte como un sinónimo o una forma actual de lo que denominamos derecho natural, la expresión “derechos humanos”. Es más: nos advierte que los derechos fundamentales o constitucionales, de algún modo reduplican el contenido de los derechos naturales. Recuerda así la conocida definición de Truyol y Serra: “los derechos humanos o derechos del hombre, son los derechos fundamentales que el hombre posee por el hecho de ser hombre, por su propia naturaleza y dignidad, y que le son inherentes, y que, lejos de ser una concesión de la sociedad política, han de ser por ésta consagrados y garantizados” (Puy, 2004, p.47).

Nos vamos aproximando a nuestro propósito, ya que podría decirse que el derecho natural se renueva en nuestros días principalmente por lo que Puy denomina una “franja efervescente” de los principios que van siendo “reconocidos” por los nuevos grandes códigos nacionales e internacionales, y que muchas veces son sólo mutaciones o adaptaciones de los viejos principios siempre reconocidos bajo una u otra fórmula (Puy, 2004, p.47).

Al referido principio le reviste capital importancia en el marco de todo proceso judicial, ya sea civil, penal, administrativo, laboral, etc., sin importar que su naturaleza sea graciosa o contenciosa (artículo 69.10 de la Constitución), por las razones que enumeramos a continuación:

Sin embargo, la opinión de Puy peca de demasiado optimismo ya que el enunciado, o más bien, la declaración de algunos de los denominados derechos humanos de última generación, posee más insensateces que certezas provenientes de los primeros principios de la racionalidad práctica, como por ejemplo el derecho al orgasmo o los que se originan en la denominada igualdad de género. Ocurre, empero, que esos primeros principios o principios fundamentales de justicia, se muestran, pero no se demuestran: son inaccesibles desde una argumentación, como advierte lúcidamente Carpintero Benítez.

Y para aclarar esta idea, el autor recurre a un ejemplo. Un joven criminal, llamémosle Juan, aconseja a su amigo Luis que, durante la noche, saque del cajón la navaja de afeitar y corte el cuello a su madre para quitarle luego tranquilamente el dinero…Si se supone que Luis es un muchacho normal, contestará a su compañero que él no hará jamás eso. Ahora Juan pregunta: ¿Por qué no? La cosa es bien sencilla y sería de provecho. ¿Qué contestaría Luis a eso? Póngase en su caso, ¿Qué contestaría? Puede que no se encuentre respuesta adecuada. Acaso diría que eso es un crimen, una vileza, algo ilícito, una mancha, un pecado. Y si Juan preguntará por qué no puede hacerse algo criminal, una mancha, un pecado, etc., sólo se podría decir que esas cosas sencillamente no se hacen. Es decir, no le se le contestaría nada. No se podría darle una demostración lógica de nuestra actitud o de nuestra conducta. La proposición “no cortarás el cuello de tu madre para quitarle el dinero” no puede ser demostrada: es evidente. Lo más que puede decirse es que es así y que sobre ella no cabe discusión (Carpintero, 2000, p.213).

La claridad expresada por Francisco Carpintero hace incurrir en la tentación de continuar citándolo. Y es que, para el catedrático de la universidad gaditana, existe una conquista de la universidad europea que es preciso recordar: la distinción entre intelecto y razón. La razón es una facultad calculadora que poseemos los hombres; a veces se estropea, como sucede con los dementes. El intellectus o inteligencia, que es una vertiente de la razón genérica del hombre, es esa dimensión racional que nos hace posible percibir la belleza, la verdad, la bondad. Ambas dimensiones de la racionalidad del hombre pueden ir disociadas. Un ejemplo muy claro fue el de los nazis: gracias a su razón –que funcionaba perfectamente- construyeron magníficas máquinas de guerra, al mismo tiempo que habían perdido buena parte de su sensibilidad o inteligencia.

Efectivamente, si se supiera la simple razón calculadora, no habría reparos en reconocer que los derechos de la persona son muchos realmente a pesar de lo que indican los relativistas: basta con recorrer, uno por uno, buena parte de los artículos de un código penal. De hecho, con muy pocas modificaciones, el código penal español, francés o italiano serviría para cualquier otro país. En todas partes están castigados los robos, las lesiones, las falsificaciones de los testamentos, las estafas, etc. (…) Sin embargo, una sociedad agresivamente secularizada no admite, por principio, la evidencia de que robar no es lícito, o de que hay que estar a lo establecido, porque esto conlleva unas implicaciones teológicas que es preciso evitar. No las evitaba Max Horkheimer (2018) -a pesar de reconocerse ateo- cuando explicaba que “todo intento por fundamentar la moral en una perspectiva terrena, en lugar de hacerlo desde el más allá –ni siquiera Kant resistió esa tentación-, se basa en ilusiones armónicas. Todo lo que tiene relación con la moral se basa, en definitiva, en la teología”.

Y existe otro factor, que es que al hombre moderno y contemporáneo no le gusta que le den verdades ya hechas. El hombre es aficionado a buscar la verdad, pero reacio a aceptarla. Por cierto, esta afirmación personal, parte de cierta evidencia empírica: si los hombres no escaparan a la verdad, no se seguirían cometiendo tantos errores en la historia de la humanidad. No nos gusta que la evidencia racional nos acorrale, e incluso cuando la verdad está ahí, en su impersonal e imperiosa objetividad, sigue en pie nuestra mayor dificultad: para mí, el sometimiento a ella a pesar de no ser exclusivamente mía; para usted el acatarla, aunque no sea exclusivamente suya. En resumen, hallar la verdad no es difícil; lo difícil es no huir de la verdad una vez que se la ha hallado.

En fin, muchos no saben qué es la belleza, pero saben distinguir entre un Goya y un cuadro barato de anticuario; tampoco saben qué es la justicia, pero cualquier profesor sabe que no pueden suspender a un alumno porque esté enemistado con su familia. Como vemos, la razón supera al racionalismo (pp.211 y ss).

En síntesis: el Derecho reclama objetividad, y, por lo tanto, el debido respeto a la realidad. Pero parece que el concepto de realidad hace agua con la moderna filosofía de los derechos humanos, en la medida en que creamos que ellos se fundan exclusivamente en una ley o en un tratado.

En efecto, por lo que hace al término objetivo, éste proviene y recibe sus posibles sentidos del latín objectum, que hace una referencia esencial a una cosa. Un objeto es necesariamente algo fuera de mí o de nosotros. Por esta razón, objetivo se emparenta necesariamente con lo real, que viene del latín res, que significa cosa. Es decir, el uso de estos (real, objetivo) y adverbios (realmente, objetivamente) implica continuamente una actitud ontológica (p. 219) de la que no debemos renunciar.

Ciertamente, no tener en cuenta a la realidad plantea numerosas dificultades en el terreno jurídico y político. Ante todo, ha de tenerse en cuenta aquí la necesaria intersubjetividad que posee a título de característica ineludible el Derecho. Pero, claro está, decir “intersubjetividad” implica hacer una referencia a la presencia, en el campo de lo real, del “otro”, del alter. Y hablar del otro es traer a este auditorio el tema de la justicia.

Se ha llegado a un punto, en esta exposición, en el que se encuentran unos términos interconectados: Derecho, justicia, realidad, el “otro” y esto tiene que ver, necesariamente, con el concepto de derechos humanos. Ante todo, ha de tenerse en cuenta que resulta imposible ser justo, es decir, resulta imposible darle al otro lo que le corresponde, si se ignora su existencia, su presencia en el mundo real. Sólo advirtiendo la realidad del otro, podemos hacer con él, justicia. Se entiende: nadie puede ser justo consigo mismo, así como nadie puede tener derechos con uno mismo. El Derecho y la justicia presuponen la alteridad, de allí que se haya dicho -con razón-, que la justicia es la enajenación del yo en beneficio del tú; es la apertura de la conciencia al orden intencional e interpersonal. En suma, la justicia es una virtud en función, al servicio de los demás.

De allí que sociedad y justicia se encuentran causalmente implicadas, puesto que ni la justicia existe fuera de la sociedad, ni la sociedad subsiste sin la justicia. Vemos, entonces, un caso patente de involución de causas: la justicia no se perfecciona en la intimidad del sujeto, sino en la alteridad de la relación. El Derecho no es una regulación personal, sino interpersonal; un ajuste razonable de las relaciones sociales que no se impone a una persona, sino que se interpone entre dos de ellas: una que debe y otra que exige lo debido; entre un derecho habido y otro debido en proporción de igualdad. En efecto: la justicia nace cuando un sujeto reconoce la subjetividad de otro como esencialmente idéntica con la de sí mismo, aunque sea fácticamente diversa. Por tanto, no hay justicia sin conciencia del otro. Pero tener conciencia del otro vale tanto como asumir conciencia jurídica.

Esta noción resulta central a la hora de la fundamentación de los derechos humanos. Esos fundamentos han de basarse en dos columnas: a) una noción adecuada de naturaleza humana; b) una mención que no se limite a la mera enunciación de derechos, sino que también se refiera a los deberes.

En cuanto a la primera columna, ya se ha señalado que el fundamento adecuado de los derechos humanos no puede ser otro que el de naturaleza humana. Ahora, si se refiere a ella, se debe indicar que se está aludiendo a la sustancia, o más específicamente, a la esencia, no a lo puramente empírico o verificable por los sentidos externos. El concepto de naturaleza posee una riqueza extraordinaria: por un lado, lo esencial y estático de una cosa y por el otro lado, lo dinámico y móvil de la misma, como principio de operaciones propias de un ser. Ahora bien, ¿cuáles son las operaciones propias del ser humano, es decir, ¿cuáles son esas operaciones que lo definen como un hombre? Su racionalidad y su sociabilidad. Aquí ingresamos propiamente en el terreno de lo que podemos llamar “naturaleza humana”.

Por cierto, esta conclusión posee implicancias directas en el terreno del Derecho ya que, en efecto, si lo primero es la racionalidad, se debe pensar en un concepto de naturaleza fijo en lo esencial, no algo plástico, sin límites, con lo cual yo pueda hacer lo que me venga en ganas. En consecuencia, en el campo del Derecho llamaremos entonces “natural” no ya a toda norma de vida y tanto menos a todo hecho cumplido, sino sólo a aquellas manifestaciones jurídicas en las que divisamos un medio capaz de impulsar al hombre por los caminos de su perfeccionamiento (Portela, 2006, p. 73).

Claro que este “perfeccionamiento” es el resultado de seguir un orden de tendencias o inclinaciones naturales, fuertemente dominado por la idea de fin, que equivale a la de bien, y no de un bien cualquiera, sino de aquel bien que conviene al hombre. Con lo cual aparece nuevamente ese “piso” necesario que deben tener los derechos humanos y que no es otro que el que surge de la ley natural, como se ha visto anteriormente. Cabe advertir, sin embargo, que si se adapta esta tesitura no habría ninguna distinción entre los derechos naturales y los derechos humanos.

Por ende, se puede llegar aquí a una consecuencia importante. Si los derechos humanos no han de ser cualquier cosa, y si en ellos debe estar presente siempre una noción de racionalidad -propia, por otra parte, de la persona humana-, los mismos no pueden expresar cualquier género de insensatez. Ahora bien, una de las más importantes fuentes de la racionalidad es la realidad. Y esto nos lleva al mito de la disociación entre el ser y el deber ser, lo que la filosofía positivista ha denominado “la falacia naturalista”.

David Hume, (1977) uno de los primeros en formular este principio, en una conocida página del Tratado de la naturaleza humana, escribe:

En todo sistema moral de que haya tenido noticia hasta ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposiciones: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que esta se observada y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes. Pero como los autores no usan por lo común esta precaución, me atreveré a recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una pequeña reflexión sobre esto subvertiría todos los sistemas corrientes de moralidad, haciéndonos ver que la distinción entre vicio y virtud, no está basada meramente en relaciones de objetos, ni es percibida por la razón (pp. 689-690).

Se explica: cuando dice que “el tren ha llegado tarde”, se está enunciando algo más que una proposición simplemente descriptiva, porque emite una valoración. Ciertamente, se ha añadido una valoración a un hecho (el tren ha llegado a tal hora), pero nadie en su sano juicio puede discutir la objetividad de esta apreciación: “está mal que los trenes lleguen tarde”. Y si la objetividad de la valoración es tan fuerte, tan adherida al hecho, esta misma adhesión a lo ocurrido nos indica que la valoración en cuestión tiene poco de personal o subjetiva.

Como continúa señalando apropiadamente Carpintero, esto muestra que no existen dos ordenamientos paralelos: el del ser y el del deber ser. El que expresa el ser diría: “los trenes llegan tarde”, y el del deber ser se expresaría: “los trenes no deben llegar tarde”. Esta contraposición entre ser y deber ser, tan querida para los discípulos de Kelsen, carece de sentido: porque desde el momento en el que el tren tiene un horario no podemos disociar lo que ha ocurrido de una valoración. Solamente haciendo juegos lógico-lingüísticos muy refinados -y por ello muy artificiales- podríamos separar lo que realmente ha ocurrido de lo que debiera haber sucedido. Pero tal cosa no se produce en la vida real, en el lenguaje cotidiano. El horario del tren (y lo mismo se puede decir de cualquier trabajo que realiza una persona) supone una situación normativa. Reconocemos la normatividad porque está en juego algún bien humano. Por tanto, el ser o la realidad implica un deber ser -y es anterior a él, y su fundamento-.

Es decir que el Derecho se compone, desde luego, de juicios de valores, pero el reconocimiento de esta naturaleza de las cosas, de estos conceptos normativos, no implica la juridificación pura y simple de la facticidad, sino que más bien estamos juzgando (normativamente) a la facticidad humana desde lo que ella misma nos muestra. Aquí tiene razón el adagio romano: “ex facto oritur ius”, es decir, el derecho se origina desde los hechos, a los que el hombre otorga una naturaleza (la “naturaleza de las cosas”) a la que no es ajeno en modo alguno el mismo hombre. Y es que la naturaleza de las cosas está transida de la misma naturaleza del hombre, por lo que estos mismos hechos o actos pierden su carácter puramente empírico y adoptan una naturaleza teleológica, tendencial o humana.

Concluye Carpintero que este peculiar sentido de conceptos, lo que se reconoce en la posibilidad de pedir responsabilidades. Cuando decimos “médico” se quiere decir en realidad un buen médico, porque si el médico no se comporta como debe por el simple hecho de serlo, incurre en responsabilidad civil o penal. Este paso desde el ser (ser médico, por ejemplo) al deber ser (la obligación de portarse como un médico competente) lo opera natural y necesariamente la inteligencia humana de una forma tan sencilla y espontánea que es inútil buscar explicaciones ulteriores. De hecho, podemos preguntarnos si cuando el legislador legisla para los abogados, médicos, conductores de autobuses, etc., ¿en qué tipo de profesionales está pensando? No, desde luego, en conductores de autobuses que consumen bebidas alcohólicas durante su trabajo, ni en abogados que desconocen la legislación y la jurisprudencia por falta de estudio. Es más realista decir que está pensando en abogados o conductores normales, aunque en la realidad suceda que “lo normal” no siempre sea fácil de encontrar (p. 279).

En síntesis: no puede hablarse de los derechos humanos sin tener en cuenta a la realidad.

Queda hablar del segundo pilar: el problema de los deberes

Aquí se señala un dato no menor: la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano redactada por la Asamblea Nacional de Francia durante la Revolución, no hace ninguna mención a “deberes”. Antes de mencionar los XVII principios sobre los que se asienta, señala que a continuación se reconocerán y declararán “derechos”, algunos de los cuales ni siquiera corresponden a título individual a la persona humana, como por ejemplo declarar que el principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación, o que la ley es la expresión de la voluntad general (núm. III y VI, respectivamente). Digamos de paso que, en dicha declaración, sus escritores se cuidan mucho de asegurar que la propiedad es un derecho “inviolable y sagrado”, y que nadie puede ser privado de ella, lo cual denuncia el origen burgués del tercer Estado.

Hay que reconocer, sin embargo, que uno de sus más importantes intérpretes, Thomas Paine, hizo esfuerzos para sostener que la proclamación de derechos era acompañada por otra de deberes. En forma solemne, Paine asegura: “Una declaración de Derechos constituye, por reciprocidad, una Declaración de Deberes. Todo lo que es mi derecho como hombre, es también el derecho de otro hombre y se convierte en mi deber garantizarlo tanto como poseerlo” (Paine, 2017, p. 127).

Ciertamente, en la Declaración aludida se ignora olímpicamente que a cada derecho natural corresponde un deber natural, dado el carácter bifronte que los mismos poseen. Y lo mismo ocurre, en todas las posteriores declaraciones de derechos humanos. Se hace gala en ella de lo que podríamos llamar cláusulas meramente “programáticas”, para utilizar un lenguaje propio del derecho constitucional, pero en las que no se incluye algo que tenga que ver con las obligaciones, con los deberes naturales.

Ahora bien, el suponer que el hombre, por su sola condición de tal es exclusivamente portador de derechos, es probablemente una distorsión ideológica propia del contractualismo imperante durante los siglos XVI y XVII. Aquí se está frente a una concepción puramente antropocéntrica, que conduce a considerar –como ya se ha visto-, que el hombre, al crear la ley y el Estado ha triunfado sobre las fuerzas del caos, propias de la physis, de la naturaleza. En consecuencia, la única fuente reconocida del Derecho, o mejor dicho el único origen de éste es el hombre, por más que aún se continúen designando a los derechos humanos así creados como derechos naturales. La naturaleza ahora es la razón humana, no un orden preexistente, dado a la persona, que él debe reconocer: un orden cósmico, armónico, en el cual se insertan cosas y personas y del cual es posible descubrir cuál es la parte justa de ese todo que le corresponde a cada uno.

Pero ese orden se conforma a partir de un conjunto de ventajas y de desventajas. Se entiende: es ventajoso ser dueño de una finca de 300 hectáreas de extensión, claro que sí. Pero es desventajoso mantenerla, abonar puntualmente los impuestos que la gravan. El derecho de propiedad, entonces, presenta ventajas e inconvenientes. ¿El derecho a estudiar es un derecho humano? Ciertamente. Pero la contracara del derecho a estudiar es el deber de estudiar. Así, podríamos continuar citando ejemplos hasta el infinito.

Y aquí surge nuevamente, en forma inevitable, la presencia de lo real, de la realidad. En otra ocasión, al estudiar la importante cuestión acerca de la naturaleza y de la función de los derechos humanos, citamos un magistral pensamiento de Ortega y Gasset: “toda realidad ignorada prepara su venganza”, y es así como si se piensa que los derechos del hombre son eso, es decir, son puramente derechos, se edifican extraordinarios constructos que carecerán de una base sólida. Después de todo, cualquiera puede redactar una declaración de derechos, y calificar a ellos como “humanos”, provocando con ello, incluso, cierta inflación legislativa, así como podemos fabricar billetes -si tuviéramos el poder para hacerlo-, sin ningún tipo de respaldo monetario.

Esta constituye una buena analogía: hablar de derechos sin pensar en los deberes es lo mismo que crear derechos sin respaldo alguno. Paine, entonces tenía razón al advertir este error en la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano francesa, que él intento paliar de alguna manera, equivocación ésta que fue detectada rápidamente por Burke, al advertir que no tiene ninguna utilidad hablar del derecho del hombre a tener acceso a los medicamentos, puesto que la cuestión realmente seria es cómo hacemos para conseguirlos e incluso administrarlos.

Ha sido precisamente Simone Weil -una filósofa, no una jurista-, la que advirtiera que la noción de obligación prima sobre la de derecho, que le es subordinada y relativa. En efecto, la lúcida pensadora francesa ha enseñado que un hombre considerado en sí mismo sólo tiene deberes, entre los que se cuentan ciertos deberes para consigo mismo. Y agrega: un hombre que estuviera solo en el universo no tendría ningún derecho, pero tendría obligaciones. Y agrega Weil “Siendo la noción de derecho de orden objetivo no es separable de las de existencia y realidad” (Weil, 2000, p.19).

Al retomar el punto inicial: tanto desde el punto de vista de la naturaleza del hombre, como desde la noción de deber, a la hora de fundamentar los derechos humanos no se ha de perder otra base que es la de la realidad. Esta demanda de realidad que reclaman los Derechos, es lo que parecen negar las modernas concepciones de los Derechos humanos. Contra la idea propia de los orígenes de la filosofía occidental, de que la verdad es la relación de adecuación entre el entendimiento y la realidad, de que la cosa es la medida del entendimiento y, en fin, de que el entendimiento humano es medido por las cosas, de tal suerte que el concepto que tiene el hombre no es verdadero en sí mismo, sino que se dice verdadero en cuanto se ajusta a esas mismas cosas (Pieper, 1974, p. 30), de que nuestro querer y obrar están determinados por el conocimiento, se yergue ahora una especie de “mesianismo” de los derechos humanos.

¿En qué consiste este mesianismo? En tratar los Derechos Humanos como un nuevo Decálogo, una especie de texto revelado al cual uno no debe dejar de adherir. Esta afirmación es fácilmente explicable: en la medida en que se piense que el fundamento de los derechos humanos está representado por una ley o por la cláusula de un tratado, se pierde toda referencia acerca de su máxima importancia. En efecto: los derechos humanos poseen trascendencia jurídica por estar fundados en la naturaleza humana. Pero, como ha denunciado Alain Supiot, tomados así, al pie de la letra, los principios de libertad e igualdad individual (derechos humanos de primera generación, por cierto), pueden ser objeto de interpretaciones aberrantes. Numerosos intelectuales, relevados hoy por algunos políticos de todos los bandos, se han especializado entonces en un combate contra los “últimos tabúes” y militan por una sociedad en que la diferencia de los sexos sea abolida, en que la maternidad se haya “desinstituido”, la filiación sea reemplazada por el contrato, los niños sean liberados de su “estatuto específico” de “minoría oprimida” y la locura sea reconocida como un derecho inalienable del hombre (Supiot, 2012, p. 254).

Y esto se mezcla también con cierto “comunitarismo”, que consiste en considerar que los Derechos Humanos sean un Decálogo revelado sólo a Occidente, y que la libertad, la igualdad o la democracia no pueden tener sentido en otras culturas. Pero en esta variante, la influencia de la filosofía utilitarista resulta decisiva. En efecto, aquí también los Derechos Humanos de primera generación son tomados por el cientificismo para que sean interpretados a la luz de las supuestas leyes de la economía. Por ejemplo, cuando el artículo 5 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre proclama que “nadie será sometido a tortura, ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”, uno de los padres del análisis económico del Derecho, Richard Posner, afirma que “si las apuestas son lo bastante elevadas, la tortura es admisible”.

Supiot advierte que esta interpretación, cuanto menos audaz, aparece en el contexto de la “guerra contra el terrorismo” y de la movilización patriótica posterior al 11 de septiembre. La utilidad que para un individuo representa el derecho a no ser torturado (que fundamentaría el correspondiente derecho del Hombre) debería, pues, ser confrontada con la utilidad que pueden tener para otros hombres el hecho de torturarlo. A fin de cuentas, no se trata de nada nuevo con respecto a las justificaciones más rústicas de la tortura que daba el general Massu durante la guerra de Argelia, excepto por la invocación de la Ciencia para justificar el apartamiento de los Derechos Humanos (Supiot, 2012, p. 263). Lo mismo ocurre con la intensa campaña de prensa a favor de la homoparentalidad, la negación al niño del derecho a tener una madre o un padre y cosas semejantes.

En estos casos, como en otros, la negación de la realidad salta a la vista. El balance que podemos hacer actualmente del fenómeno de los Derechos Humanos es, en consecuencia, más bien negativo. En este sentido, los derechos humanos son un formidable “invento”, tan formidable como los televisores o los ordenadores. Pero cuidado con los inventos: esto nos demuestra que el concepto necesita para su desarrollo de bases objetivas, que no son otras que las que surgen de la naturaleza humana y el orden de la realidad.

Conclusiones

  • 1)

    Resulta imposible, a la hora de referirse a los derechos humanos desconocer a la realidad. En ella, incluimos el concepto de naturaleza humana.

  • 2)

    Pensar que los derechos humanos tienen origen sólo en la ley, significa, en los hechos, transferir esa noción máximamente importante, al arbitrio del legislador de turno.

  • 3)

    El concepto de Derecho debe encontrarse indisolublemente unido a las nociones de verdad y justicia.

  • 4)

    El concepto de derechos humanos es importante puesto que en él se encuentra un núcleo duro de preceptos que son claramente contra mayoritarios, es decir, no pueden ser modificados por el legislador de turno.

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